En medio de una coyuntura atravesada por la corrupción, la violencia estatal y una profunda crisis de representación, Perú transita días de agitación popular, fractura institucional y una polarización que no deja de crecer. El gobierno de Dina Boluarte, con una aprobación en caída libre, se hunde cada vez más en la crisis. Mientras tanto, el expresidente destituido por un golpe de Estado, Pedro Castillo, anunció desde la prisión la creación de la alianza electoral de izquierda “Juntos con el Pueblo” de cara a 2026. En las calles, los gremios y las regiones rurales, el descontento se expresa con fuerza: las encuestas confirman lo que se siente en el aire, un rechazo casi absoluto al oficialismo.
Las protestas sociales vuelven a multiplicarse. Mineros artesanales, transportistas y organizaciones populares sostienen bloqueos y movilizaciones que denuncian exclusión, criminalización y abandono estatal. Después de las masivas manifestaciones que siguieron al golpe de diciembre de 2022, tanto en el campo como en la ciudad, la resistencia popular empieza a reactivarse. Y lo hace con plena conciencia de que, detrás del rostro de Dina Boluarte, se oculta una élite económica y un régimen político corrupto, dispuestos a sostenerse en el poder mediante la violencia.
La Confederación Nacional de Pequeña Minería y Minería Artesanal del Perú (Confemin) anunció la semana pasada su retiro de la mesa de diálogo con el Ejecutivo tras la negativa del gobierno a ampliar la regularización de más de cincuenta mil trabajadores informales. A fines de junio, el conflicto se extendió por varias localidades del país con bloqueo de rutas, ante la negativa del gobierno de extender los plazos para la inscripción de las y los trabajadores. La respuesta del Estado no fue el diálogo, sino la represión. En Chala, Arequipa, el enfrentamiento entre los manifestantes y la policía que se proponía a desbloquear la Panamericana Sur, dejó un muerto y al menos 20 heridos a mediados de julio. El despliegue policial se ha intensificado con más de diez mil efectivos, mientras las demandas siguen sin respuestas.
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Miles de familias viven de la minería informal y dependen de esa actividad para comer, pero la cantidad de requisitos que tiene el proceso para ingresar a la legalidad hace de eso algo prácticamente inalcanzable. Desde 2012 se repiten las prórrogas para registrarse, que solo sirven para dilatar un problema que nunca se resuelve.
La minería aporta el 10% del PBI peruano y concentra el 60% de sus exportaciones, pero es también una fuente histórica de desigualdad, contaminación y conflicto. Este modelo económico extractivista se asienta en la devastación ambiental, el uso indiscriminado de agua y, de forma aún más silenciada, en una profunda informalidad laboral que ampara la sobreexplotación más descarnada de las trabajadoras y trabajadores peruanos.
Durante el año 2024, se consolidaron las bases del conflicto actual: la Confederación de Pequeños Mineros del Perú (Confemin) encabezó una serie de reclamos ante el Ministerio de Energía y Minas para ampliar el REINFO, el registro que permite a los trabajadores mineros informales acceder a la legalidad. Sólo 15.000 de los más de 90.000 mineros fueron formalizados. En noviembre, se realizaron protestas frente al Congreso, bloqueos en la Panamericana Sur y denuncias de exclusión. El Ejecutivo respondió con un proyecto alternativo (MAPE), que fue rechazado por los mineros por no responder a sus demandas reales. Este proceso marcó el inicio de una lucha que escalaría durante 2025.
En otro orden, desde junio se intensificaron principalmente en Lima, Callao y el sur peruano las medidas de fuerza de transportistas, que involucraron a cerca de 20 mil unidades de 460 empresas. Piden protección policial, cese de extorsiones y voluntad política para resolver el conflicto, siendo los reclamos las extorsiones, sicariato, precarización laboral y abandono estatal. La medida fue respaldada por organizaciones como la Asociación de Mujeres Empresarias de Gamarra. Más de 10.500 efectivos policiales fueron desplegados por orden del gobierno para contener las movilizaciones.
En Perú, la informalidad laboral es una norma: el 71% de la Población Económicamente Activa trabaja bajo esas condiciones. El crecimiento económico del país, no resolvió la precariedad estructural del empleo, sino que la reprodujo.
Una clase política corrupta, divorciada de la sociedad
A esto se suma la grave situación política. En el Congreso, dominado por sectores conservadores y aliados del fujimorismo, buscan sancionar a los legisladores de izquierda Jaime Quito, Ruth Luque y Wilson Quispe por manifestarse en contra de Boluarte durante su discurso, el pasado 28 de julio, cuando la mandataria presentaba un informe al cuerpo legislativo, como es habitual al conmemorarse la gesta independentista.
Después de declarar que la primera fase de su mandato “estuvo marcada por una convulsión política, que provocó significativas pérdidas económicas para el país”, varios legisladores le recordaron a viva voz las numerosas víctimas mortales causadas por la represión de las manifestaciones que surgieron después de la destitución y encarcelamiento de Castillo, el 7 de diciembre de 2022.
Las cifras lo reflejan: más de 70 muertos durante las protestas de 2022 y 2023; casi cinco mil homicidios desde que asumió; una aprobación presidencial que apenas alcanza el siete por ciento, según cifras oficiales.
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La presidenta, por su parte, ejerce el poder sin contacto con la prensa, sin voluntad de diálogo social y amparada en una narrativa de “orden público” que legitima el uso desmedido de la fuerza. Su gobierno nace de la traición a su compañero de fórmula, Pedro Castillo, sellada en un contubernio forjado a sangre y fuego entre un Congreso controlado por las fuerzas panfujimoristas, un poder judicial corroído y un mando militar y policial adoctrinado en la lógica represiva y sanguinaria que encarnó Vladimiro Montesinos, todo bajo el constante y omnipresente monitoreo de la embajada del país del norte, ansiosa por resguardar las grandes inversiones transnacionales en el sector minero.
Las denuncias de organismos y ONG's internacionales agravan el panorama. Human Rights Watch (HRW), Amnistía Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) han documentado patrones sistemáticos de represión, impunidad, y debilitamiento del estado de derecho. El intento de amnistiar a militares acusados de crímenes de lesa humanidad, la persecución a organizaciones de derechos humanos mediante leyes de control financiero y la falta de justicia frente a las masacres del sur andino, muestran un retroceso institucional grave.
Como uno de los signos del deterioro institucional político podemos mencionar el hecho de que hasta Gustavo Adrianzén, primer ministro, presentó su renuncia en mayo para evitar ser destituido por el Congreso. Se anticipó así a cuatro mociones de censura motivadas por su débil respuesta frente a una masacre de trece trabajadores en una mina de Pataz y la gestión general del conflicto minero. La crisis no solo provocó la caída del gabinete completo, sino que dejó al descubierto las fracturas internas del gobierno. Sin embargo, Boluarte optó por continuar sin cambios sustanciales: designó como nuevo jefe de gabinete a Eduardo Arana, exministro de Justicia, y mantuvo a la mayoría de ministros.
La fórmula del desgaste institucional parece repetirse: continuidad en la cúpula, descontento en la base.
Una crisis de larga data
Este contexto de violencia estatal y crisis política tiene raíces más profundas. Perú arrastra décadas de modelo extractivista que concentra la riqueza y profundiza las desigualdades. Aunque el producto interno bruto creció a ritmos altos en las últimas décadas, el gasto social permanece bajo y la informalidad laboral supera el setenta por ciento. La minería representa el diez por ciento del PBI y más del sesenta por ciento de las exportaciones. Sin embargo, la mayoría de los mineros artesanales están fuera de la legalidad. El Estado, en lugar de incluir, reprime.
La figura de Pedro Castillo sigue siendo un punto de inflexión e, incluso, un punto de acumulación de los sectores populares. A pesar de sus errores y sus malas decisiones, su llegada al poder en 2021 representó la irrupción del Perú rural y excluido en la política nacional, pero tal proceso resultó trunco antes de que pudiera si quiera definir un gabinete estable. El Golpe de Estado que lo depuso en diciembre de 2022, fue seguido de una prisión preventiva que aún continúa. Desde la cárcel, Castillo anunció recientemente la formación de la alianza “Juntos con el Pueblo”, de cara a las elecciones de 2026. Tal anuncio es una señal de que el conflicto no ha terminado y que el clivaje entre el poder limeño y las mayorías postergadas sigue marcando la agenda nacional.
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El gobierno de Boluarte no solo enfrenta rechazo interno. En el plano internacional, también surgen tensiones. El presidente de Colombia, Gustavo Petro, denunció la ocupación ilegal de Leticia por parte de tropas peruanas, reavivando una histórica disputa fronteriza que parecía superada. El conflicto territorial añade un nuevo frente a un país que ya enfrenta múltiples crisis simultáneas.
Mientras tanto, la desconfianza crece. Cada decisión oficial parece profundizar la distancia entre el Estado y la ciudadanía. La militarización de territorios mineros, el uso político del sistema judicial y la normalización de la violencia estatal generan una sensación de asfixia democrática. Lo que se vive hoy en Perú no es solo una crisis de gobierno, es una fractura estructural entre quienes mandan y quienes resisten.
El futuro inmediato se presenta incierto. De hecho, la única certeza es la persistencia de la crisis que arrastra el régimen político instaurado tras el autogolpe fujimorista de abril de 1992. Sin embargo, la experiencia reciente ha demostrado que la protesta no se acalla con balas. La resistencia popular, lejos de extinguirse, se reinventa y se organiza nuevamente. En las regiones del sur y del altiplano andino, en los sindicatos y en los barrios periféricos, una consigna resuena con fuerza: “El pueblo no se rinde”.