En la reciente Cumbre del BRICS celebrada en Río de Janeiro, Brasil volvió a ocupar un lugar central en la redefinición del mapa geopolítico mundial. El evento puso en evidencia que el gobierno de Luiz Inácio "Lula" da Silva asumió un papel activo en la construcción de un nuevo orden internacional basado en la cooperación entre países del llamado Sur Global, con una agenda que promueve la “democratización” del Consejo de Seguridad de la ONU, la promoción de impuestos a los milmillonarios, la justicia financiera y la Paz.
Con un complejo y reñido frente en la política interna, el gobierno del líder petista, finalmente, se decidió por profundizar su proyecto de transformación del país, la región y el mundo.
Desde el discurso inaugural, Lula dejó en claro que el BRICS no es solo un foro económico, sino una apuesta por una gobernanza multilateral que busca romper con la hegemonía de las potencias tradicionales. Denunció la crisis del actual sistema internacional, exigió la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU y se pronunció contra la carrera armamentista alimentada por decisiones como el aumento del gasto militar de la OTAN. “Es más fácil invertir en la guerra que en la paz”, dijo, interpelando no solo a las grandes potencias sino también a las élites del Sur que siguen mirando hacia el Norte.
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Esta misma claridad se reflejó en su postura frente al genocidio en Palestina. Lula fue claro en sus posiciones: “Absolutamente nada justifica las acciones terroristas perpetradas por Hamas. Pero no podemos permanecer indiferentes al genocidio practicado por Israel en Gaza y a la matanza indiscriminada de civiles inocentes”. Con ello, se distanció de los silencios cómplices de otros líderes mundiales, y reafirmó que la defensa de los derechos humanos no puede ser selectiva ni acomodarse a conveniencias geopolíticas.
Pero la propuesta más fuerte, en términos estructurales, fue el llamado a construir una moneda comercial alternativa al dólar, iniciativa que apunta a reducir la dependencia financiera de los países del bloque y consolidar una arquitectura económica propia. En este punto, Brasil no solo plantea un giro técnico en términos de intercambio, sino una definición política estratégica, los pueblos del Sur deben recuperar el control de sus recursos, de sus sistemas productivos y de sus herramientas de financiamiento para desmarcarse de la extorsión financiera que golpea fuertemente en modo de medidas coercitivas unilaterales, deudas y especulación de mercado.
Parece que Lula no habló sólo en nombre de su país. Habló en nombre de una región, de una historia común de dependencia y resistencia, y de un presente marcado por la urgencia de reorganizar las prioridades mundiales y regionales.
En ese contexto, la 17ª Cumbre de los BRICS sirvió de escenario para un primer acuerdo entre China y Brasil orientado a planificar la construcción de un corredor ferroviario que conecte el Pacífico y el Atlántico, uniendo el puerto peruano de Chancay -una estratégica inversión china en Sudamérica, ubicado a 75 km de Lima-, con el megapuerto de Açu, en el estado de Río de Janeiro. Este avance se dio mientras Brasil profundiza sus vínculos con China y enfrentaba intensos cruces digitales con Donald Trump.
Entre la fragmentación y la integración: el reto de Brasil para reencauzar el destino común sudamericano
En un escenario regional atravesado por la parálisis o destrucción de los múltiples organismos de integración (Mercosur, UNASUR), fracturas ideológicas, y ofensivas neoreaccionarias, Brasil emerge como el único país con capacidad real para ejercer un liderazgo articulador en Sudamérica. El desafío brasileño consiste en transformar su peso político, económico y diplomático en una plataforma que reconstruya el sentido de la unidad continental. En la última cumbre del Mercosur, mientras algunos gobiernos retrocedían hacia agendas directamente hostiles al bloque, Brasil propuso una hoja de ruta con visión de largo plazo: comercio regional fortalecido, administración de las tensiones políticas y estratégicas, transición energética, desarrollo tecnológico y derechos ciudadanos como ejes de una agenda común.
Este rol de articulador no es sencillo. Brasil debe convivir con vecinos cuyos gobiernos giran entre la despolitización del proceso integrador, la búsqueda de alianzas comerciales por fuera del bloque, y la deliberada destrucción de cualquier iniciativa de unidad. Al mismo tiempo, enfrenta resistencias internas y externas que lo presionan para actuar como simple socio comercial o mediador diplomático. Sin embargo, la apuesta de Lula da Silva es más ambiciosa: reinsertar a Brasil como promotor de una integración estratégica, capaz de posicionar a América del Sur en el nuevo mapa del poder mundial dominado por plataformas tecnológicas, transiciones geopolíticas y disputas entre bloques.
La clave no está en reemplazar un centro por otro, sino en tejer alianzas que doten a la región de soberanía, escala y autonomía. Brasil, con su experiencia diplomática, base industrial, infraestructura y proyección internacional como sexta economía mundial, y en ascenso, sólo por detrás de EEUU, China, Unión Europea, Japón, India y Reino Unido.
Sin embargo, lo que necesita el Mercosur hoy no es un líder solitario, sino un país dispuesto a sostener y revitalizar la integración como herramienta de desarrollo compartido. En un mundo en plena reorganización, Brasil está llamado a asumir un papel articulador; de lo contrario, la región corre el riesgo de disgregarse en fragmentos funcionales a intereses externos, atrapada en una enmarañada red de economías de enclave, sin capacidad real de ejercer soberanía ni de garantizar una redistribución justa de las riquezas.
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Congreso hostil, justicia en disputa y presión desde abajo: las tensiones del poder en Brasil
En el plano interno, el gigante del sur vive semanas intensas marcadas por una serie de disputas institucionales y definiciones políticas de alto voltaje. La principal pulseada gira en torno al intento del gobierno de Lula de avanzar con una reforma fiscal progresiva, orientada a gravar con mayor peso las transacciones financieras de los sectores más concentrados de la economía.
La medida, sin embargo, fue rechazada por una amplia mayoría del Congreso, que anuló el decreto presidencial con el respaldo de lobbies ligados a casas de apuestas, fintech, y el gran capital financiero. Lejos de retroceder, el Ejecutivo respondió acudiendo al Supremo Tribunal Federal, abriendo así un frente judicial que plantea un debate de fondo: quién gobierna efectivamente en Brasil, y con qué márgenes frente a un Congreso capturado por intereses corporativos.
Esta tensión institucional no se reduce al campo económico. La Corte Suprema también quedó en el centro de la escena por su reciente decisión de responsabilizar directamente a las plataformas digitales por contenidos ilegales graves, como discursos de odio y ataques a la democracia, sin necesidad de orden judicial previa. La medida, celebrada por amplios sectores democráticos, fue duramente criticada por figuras de la extrema derecha local e internacional
Pero el pico de las tensiones llegó con la decisión de Donald Trump de imponer aranceles del 50% a las importaciones brasileñas, que ha desatado una ola de indignación en Brasil y ha tensado aún más las relaciones bilaterales. A diferencia de otras medidas arancelarias justificadas en términos de “seguridad nacional” o déficits comerciales, esta decisión tiene un trasfondo abiertamente político: Trump busca presionar al Brasil para frenar el proceso judicial contra Jair Bolsonaro, acusado de liderar un intento de golpe de Estado en 2023.
En su plataforma Truth Social, el expresidente estadounidense calificó el juicio como una “caza de brujas” y exigió que “dejen en paz a Bolsonaro”. Lula respondió con contundencia, subrayando que Brasil es un país soberano con un sistema judicial independiente, y advirtió que cualquier incremento unilateral de aranceles será replicado aplicando el principio de reciprocidad. Analistas brasileños anticipan que la maniobra de Trump tendrá un efecto contraproducente, pues ha despertado un fuerte sentimiento nacionalista que podría llevar incluso a sectores conservadores a cerrar filas en torno a Lula frente a lo que consideran una injerencia inadmisible en los asuntos internos del país. Mientras tanto, Bolsonaro celebra el respaldo de Trump, en un gesto que, paradójicamente, podría acelerar su pérdida de peso en la representación política brasileña.
Los vínculos entre el trumpismo y el bolsonarismo, que se manifiestan no solo en afinidades ideológicas, organizadas políticamente en la CPAC, la poderosa Conferencia Política de Acción Conservadora, que oficia como verdadera plataforma de coordinación del proyecto estratégico neocosnervador, a una escala planetaria.
En este contexto, la política exterior brasileña -que promueve una mayor vinculación con China y América del Sur- se convierte en blanco de ataques por parte de sectores del poder estadounidense neoconservador que ve en Lula una amenaza a la arquitectura unipolar heredada de la posguerra fría.
El conflicto no se limita a las declaraciones cruzadas. Eduardo Bolsonaro, hijo del expresidente y operador político desde el exilio, mantiene reuniones con dirigentes trumpistas, y lobbies sionistas y conservadores en Washington, para presionar por medidas coercitivas contra las autoridades brasileñas.
La defensa de la soberanía brasileña frente a las presiones externas no es un acto aislado ni un gesto simbólico: es parte de una disputa más profunda por el sentido de la democracia y el lugar de América del Sur en el orden mundial. En un escenario de transiciones geopolíticas, donde Estados Unidos reconfigura sus formas de intervención a través del lawfare, las redes digitales y los aliados locales, el proyecto que encarna Lula combina una reafirmación institucional con una apuesta integradora.
En este marco, la soberanía no se define sólo como autonomía territorial, sino como capacidad de decisión colectiva a escala regional, control estratégico de los recursos y construcción de consensos democráticos que escapen a la lógica extorsiva de las potencias. Frente a la fragmentación inducida y la subordinación funcional, la integración regional emerge no sólo como horizonte económico, sino como garantía de defensa democrática y de proyección internacional compartida.