Que en un sistema aproximadamente democrático aparezca un gobernante “fuera de norma” --noten el eufemismo-- no quiere decir que toda la sociedad haya quedado “fuera de norma”. Pero siempre suponiendo democracia, un gobernante fuera de norma también supone la existencia de una parte de esa sociedad lo suficientemente enojada como para patear el tablero de “la casta” en busca de algún tipo de reseteo. Cada pueblo, finalmente, tiene el gobierno que se merece, perdón, el que votó a imagen y semejanza.
No, no estamos hablando del caso argentino, sino del estadounidense, aunque los paralelismos sean abundantes y dignos de profundizar. Estados Unidos, efectivamente, votó a un outsider poco formado que pateó el tablero de la globalización tal cual se conocía hasta el presente. Lo hizo de manera torpe, atolondrada, al grito de la lucha contra el inmenso déficit comercial que mantiene con el resto del mundo, lo que al menos a primera vista, parece un absurdo.
A veces, la aproximación a la respuesta puede ser más simple de lo que parece. Si un país mantiene un déficit comercial importante con otro es porque recibe más productos que los que le entrega a cambio. Desde una perspectiva puramente mercantilista, al mejor estilo siglo XVII, ello significa que los países que mantienen superávits se benefician porque “acumulan metales preciosos”. Sin embargo, el patrón oro no existe más, a partir de la segunda posguerra el oro fue reemplazado gradualmente por el dólar. El resultado fue que existe un solo país que emite la moneda mundial y su señoreaje es la potestad del centro imperial de la segunda mitad del siglo XX de funcionar como una “aspiradora de la producción” del resto del mundo, porque esto y no otra cosa es su déficit comercial estadounidense, bienes y servicios de todo el mundo a cambio de papel pintado. Parece maravilloso, casi la fórmula de la felicidad económica infinita, pero un privilegio del que solo puede disfrutar el país que emite la moneda que funciona como medio de intercambio en el comercio mundial. Imagine lector si usted pudiese imprimir la moneda con la que compra todos sus bienes, no es muy diferente. Países como Argentina, en cambio, se encuentran en las antípodas y compelidos al mercantilismo más estricto. Solo pueden aumentar sus compras al resto del mundo sin descalabrar su economía sí en paralelo aumentan sus ventas.
Regresando al centro del planeta, cuando se habla de que el dólar podría perder su hegemonía quiere decir que Estados Unidos podría ver afectada su capacidad de aspiradora de la producción del resto del mundo. Por eso resulta extraño que la vía elegida por Estados Unidos haya sido atacar a la gallina de los huevos de oro, interferir por la vía arancelaria en los flujos comerciales, incluso aunque se circunscriba solo a China, su gran proveedora de manufacturas a bajo costo. Los primeros resultados muestran la potencial inutilidad de las medidas que, además, podrían terminar perjudicando mucho más a las corporaciones estadounidenses. Los bloqueos tecnológicos, como el que se ensaya sobre las exportaciones de chips de Nvidia usados para el desarrollo de la IA, demostraron que no limitan el acceso, como lo graficó la irrupción de DeepSeek, pero si perjudican al fabricante.
El problema quizá esté en otro lado. La dimensión puramente monetaria nunca explica la totalidad de una economía, es una contraparte de lo que sucede en el mundo de la producción. A los estudiantes de Economía de primer año, cuando se les enseña el funcionamiento del sistema económico, se les muestra que el flujo monetario es la contrapartida del flujo real, el de la producción material. Y esta es la dimensión en la que Estados Unidos comenzó a perder.
El desempleo estadounidense es realmente bajo, oscila entre el 3 y el 4 por ciento, un nivel que los libros de texto denominan “friccional”. Algunos analistas utilizaron este dato para remarcar que la globalización de la producción no afectó al empleo. Pero el problema que está detrás del descontento creciente y del deterioro de las condiciones de vida nunca fue el desempleo, sino la pérdida de calidad del empleo y la consecuente retracción de la participación de los asalariados en el ingreso.
De acuerdo a datos del estadounidense Instituto de Política Económica (https://www.epi.org/about/), desde principios de los años 80 el crecimiento del salario real medio comenzó a separarse notablemente del crecimiento de la productividad, proceso que había comenzado a partir de los años ’60. Entre el primer trimestre de 1980 y el último de 2024 la productividad del trabajo creció el 85,5 por ciento contra una suba del 33,4 del salario medio. El resultado fue el persistente aumento de la desigualdad y la progresiva pérdida del sueño del ascenso social que caracterizó a “la era de oro” del capitalismo, los años felices desde fines de la segunda guerra hasta mediados de los ’70. Las razones que explican este proceso son múltiples, pero entre las más notables está el debilitamiento de los sindicatos, las políticas fiscales favorables al capital y, por supuesto, la deslocalización de la producción manufacturera y el cambio tecnológico hacia una mayor automatización. Este proceso convivió con el aumento de la desigualdad, ya que se multiplicaron los salarios de supervisión y conducción y cayeron los de los trabajadores de baja calificación. En el período bajo análisis, siempre según el EPI, los salarios del quintil superior crecieron el 27 por ciento, mientras los del quintil inferior disminuyeron levemente. Si se considera a los CEOs, el ingreso promedio en 1965 era 21 veces el de un trabajador medio, mientras que en 2023 había saltado a 290 veces.
No es casual que la ideología del sistema haya comenzado a ponderar la desigualdad como un estímulo al desarrollo. Pero este aumento vertiginoso de la desigualdad provocó en la práctica una sumatoria de efectos sociales negativos, desde la salud pública y la educación, a la cohesión social, desde epidemias de obesidad –sí, obesidad por alimentación de mala calidad que afecta especialmente a los más pobres, con menos posibilidades de evitar los ultraprocesados y con menos tiempo libre para ejercitarse– a la crisis del fentanilo, un poderoso opioide sintético de bajo costo, por pura desesperanza. Y sobre estas dimensiones dolorosas operó la respuesta de China a la guerra comercial. La virulencia del lenguaje de Donald Trump y sus funcionarios provocó, entre otras reacciones, que la diplomacia del gigante asiático abandone su tono habitualmente atildado y pase a la ofensiva. Y en la era de la comunicación electrónica las redes sociales también fueron escenario de la disputa.
De pronto, los chinos irrumpieron en masa en las redes occidentales. De entre todas estas respuestas seleccionamos una especialmente poderosa. En ella un trabajador chino le habla a sus pares estadounidenses y les dice más o menos lo siguiente “Por décadas su gobierno y oligarcas movieron sus trabajos a China. No fue ni por diplomacia ni por la paz, sino para explotar mano de obra barata. Pero en el proceso abandonaron a sus clases medias, destruyeron a su clase trabajadora e hipotecaron el futuro por ganancias. Y sí, China ganó dinero, pero nosotros lo usamos para construir caminos, para sacar a millones de la pobreza, para financiar la salud, para aumentar los estándares de vida. Nosotros reinvertimos en nuestra gente. Mi familia también se benefició. Pero en cambio ¿Qué hicieron sus oligarcas? Se compraron yates, aviones privados y mansiones con canchas de golf, manipularon mercados, evadieron impuestos y derrocharon millones en guerras eternas. Y ustedes se quedaron con los sueldos estancados. Costos de hogares cada vez peores, dopamina barata, deuda y una bandera para ondear que probablemente fue hecha en China. Mientras, siguen golpeando sus bolsillos. Durante 40 años, tanto Estados Unidos como China se beneficiaron del comercio y de la manufactura, pero solo uno de nosotros uso esa riqueza para construir. Esto no es culpa de China. Es culpa de ustedes, ustedes dejaron que esto suceda, ustedes dejaron que los llenen de mentiras, mientras ellos los hicieron gordos, pobres y adictos. Ahora le echan la culpa a China por el desastre que crearon. No lo creo. No creo que necesiten otro arancel. Necesitan despertar, necesitan recuperar su país. Necesitan una revolución”. Quién hubiera dicho hace apenas unos pocos años que la defensa más brillante de las dimensiones más virtuosas del capitalismo, esas que hablan de reinvertir ganancias para felicidad de todos, provendrían nada menos que de los “malditos comunistas”.