El rescate permanente y la nueva guerra de monedas

El rescate financiero anunciado por Estados Unidos busca sostener el tipo de cambio y apuntalar el frágil programa económico de Javier Milei, pero revela una dependencia estructural: sin dólares propios ni política productiva, la Argentina vuelve a quedar atrapada en la lógica de la deuda y en una nueva guerra global de monedas. 

12 de octubre, 2025 | 00.05

Estados Unidos anunció esta semana un rescate, “que no es un recate”, para el programa económico de Javier Milei. La mejor manera de entender fenómenos económicos con alguna complejidad es comenzar por aislar sus variables principales.

La primera variable debería ser la más evidente: “el programa necesita ser rescatado”. Y no por primera vez, como ya lo hizo el FMI el pasado abril, sino por segunda vez. Esta debería ser una señal grave de alerta, no del festejo zonzo de los trolls y del aparato comunicacional oficialista. Ser rescatado a fuerza de deuda para sostener un modelo inviable es la peor noticia posible.

La segunda variable es igualmente evidente. El objetivo más inmediato de los sucesivos rescates del programa es sostener el tipo de cambio, el precio del dólar. Definitivamente el dólar no flota y sin la ayuda externa permanente su valor sería mucho más caro. Es economía básica, cuando un bien es escaso, su precio aumenta. 

El eje instrumental del programa económico no es el fiscal, sino el ancla cambiaria. En la práctica significa el reconocimiento tácito de que la inflación no es un fenómeno estrictamente monetario, de monetización del déficit interno, sino de precios básicos, de costos, con el dólar a la cabeza.

Desde la perspectiva electoral, es decir desde la sostenibilidad política del modelo, cabe preguntarse si la alegría de las clases medias por el dólar barato, la base del populismo cambiario ejercido por todos los gobiernos, incluido el kirchnerismo de la segunda década del siglo, compensará los efectos destructivos de la sobrevaluación sobre el estrangulamiento externo y sobre el aparato productivo. Este punto es clave.

La tercera variable es el porqué de la ayuda estadounidense.

La primera explicación es conspirativa, remite al salvataje entre inversores amigos y fue destacada por la propia prensa de Estados Unidos. Una simple secuencia de tuits del secretario Scott Bessent alcanzó para cambiar el clima de los mercados, para que baje el riesgo país, suba el precio de los bonos y, en consecuencia, para que los inversores globales puedan desprenderse sin pérdidas de los papeles argentinos. También se sospecha de la existencia de operaciones más sofisticadas, como por ejemplo acceder a información privilegiada sobre la inminente ocurrencia de un salvataje inusual, lo que significa comprar bonos locales a precio deprimido, esperar el rescate y venderlos con esa súper diferencia que solo se consigue en los mercados emergentes. Si tal cosa fuese posible, si por ejemplo Bessent y “Rob” Citrone fuesen viejos conocidos, si la SEC fuese ese regulador estricto que su marketing describe y si el Poder Judicial estadounidense fuese ejemplarmente independiente, buena parte de los funcionarios de Donald Trump, incluso el propio Secretario del Tesoro, podrían terminar con el tradicional uniforme naranja, aunque en rigor el robo con guante financiero nunca es robo, sino la pura magia, la cornucopia del capitalismo en su plenitud.

La conspiración parece plausible, pero siempre resultan preferibles las explicaciones que parten de la economía real, no de las oscilaciones de corto plazo en los mercados financieros. Y en el mundo de las cosas que se pueden tocar la economía argentina y la estadounidense son competitivas, lo que Argentina le vende al mundo, también lo vende Estados Unidos, desde hidrocarburos a productos agrícolas, dato del que algunos connacionales se desayunaron por boca de los habitantes del país del norte. Ya en su primer tuit, Bessent llamó nada menos que a reponer las retenciones al agro. En paralelo, las asociaciones de “farmers” no tardaron en poner el grito en el cielo por el salvataje a los competidores del sur, los mismos que le disputan el mercado asiático. Al parecer comprendieron mejor que los locales que “la política es, primero, política internacional”.

En este punto es necesario relacionar. Una de las tantas dimensiones de las retenciones, quizá la principal, es que en la práctica funcionan como un tipo de cambio diferencial. A mayor nivel de retenciones, menor el tipo de cambio efectivo recibido por el productor. Si Bessent llama a eliminar retenciones al agro es porque prefiere un tipo de cambio barato para el sector. Luego, apoyar el programa de Milei es apoyar que no se dispare el tipo de cambio. La conclusión preliminar es que el gobierno de Donald Trump prefiere que Argentina tenga un dólar barato, lo que resulta absolutamente en línea con su política de aranceles para el resto del mundo ¿Qué son los aranceles sino un intento por interferir en el tipo de cambio efectivo de las economías de todo el mundo?

Podría pensarse entonces que, en vez de apoyar un modelo de dólar barato que destruye la agregación de valor local y desaliente las exportaciones, Trump podría haber optado directamente por aranceles más altos para los productos argentinos. Habría sido un error, pero no por la geopolítica de amigos y enemigos, sino porque las exportaciones que se intenta afectar no son las que se dirigen a Estados Unidos, sino a Asia y al resto del mundo, es decir las que se dirigen a los destinos en que ambas economías compiten. 

La segunda conclusión es que el debate no es uno de buenos y malos, ni siquiera de imperialismo y soberanía, sino de vulgar defensa estratégica de los intereses nacionales, algo que una de las dos partes de la relación parece entender mejor que la otra.

La cuestión general se termina de comprender si se suma la perspectiva histórica. 

A principios de los ‘80, en los años posteriores a la crisis del petróleo, la Reserva Federal estadounidense, comandada entonces por Paul Volker, decidió enfrentar las tensiones inflacionarias emergentes de los mayores precios de los hidrocarburos subiendo la tasa de interés a niveles estratosféricos de más del 20 por ciento, eso que se denomina “política monetaria ultra restrictiva”. Para los países que se habían endeudado aprovechando la recirculación de los petrodólares fue el origen de un largo período de crisis de deuda, dato bien conocido por los economistas argentinos. 

En Estados Unidos, en tanto, se produjo una fortísima entrada de capitales cuya contrapartida fue la apreciación del dólar, uno de las causas de la progresiva deslocalización de la producción industrial que se expresaría en la consolidación del “cinturón del óxido”. A mediados de la década del 80 ya se registraban grandes déficits comerciales, en particular con las dos potencias que se habían reindustrializado en la segunda posguerra, Alemania occidental y Japón. El instrumento encontrado para resolver esta dinámica fue el cambiario. La sobrevaluación del dólar fue leída como la subvaluación del marco y del yen. La forma de contrarrestarlo fue inducir la apreciación de estas monedas.

En septiembre de 1985 Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Japón y Alemania, acordaron secretamente, en el hotel Plaza de Nueva York (“Acuerdos del Plaza”), que se venderían dólares en los mercados de Alemania y Japón. En el caso japonés se recurrió al mismo instrumento que se planea usar en Argentina, el Fondo de Estabilización Cambiaria (ESF) del Tesoro. Los resultados fueron contundentes. Entre 1985 y 1988 el yen se revaluó el 100 por ciento. La industria automotriz, electrónica y de maquinaria japonesa perdió competitividad e inició su relocalización en terceros países, una oportunidad aprovechada al máximo por… China. Fue el inició de lo que en Japón se llamaría la “década perdida”, con deflación y bajo crecimiento. La industria japonesa no volvió a recuperar su primacía. La tercera conclusión, salvando las diferencias, debería ser “no seamos Japón”.

Para cualquiera que esté acostumbrado a leer la disputa de “Occidente” con China el proceso resulta conocido. China es perpetuamente acusada de subvaluar su moneda. Si bien en los últimos años alguna apreciación fue inevitable como consecuencia de los enormes superávits comerciales, la potencia asiática nunca se rindió en la guerra de monedas.

Tras haber padecido los efectos de la larga sobrevaluación de la segunda mitad de los ’90, con el estallido de diciembre de 2001 incluido, las lecciones para el caso argentino deberían ser evidentes, pero lamentablemente la memoria social es corta. Las urgencias de corto plazo y la falta de visión para el largo continúan siendo la norma. El antiperonismo de los principales sectores exportadores, que induce una polarización política económicamente absurda, nubla la apreciación de las consecuencias productivas derivadas del lugar que Estados Unidos le vuelve a proponer ocupar a la economía local.