Pareciera que los señalamientos más o menos estimulantes irrumpen en la desazón de las derrotas. Tiene sentido, pues en varios ámbitos de la vida, en el mejor de los casos, sucede de ese modo. Sin embargo, hace largos años las formas de conducir políticamente las derrotas (y sus señalamientos) se presentan conservadoras y bajo la lógica del cálculo concurrente o el posibilismo. La excepción fue 2009, cuando el peronismo había perdido las legislativas de ese año y su respuesta política fue movilizar y consolidar una base; situación que, entre otros factores, llevó a ganar las elecciones de 2011. En 2013, luego de otra derrota, prácticamente todos fueron reveses. El triunfo de 2019 merece un análisis en sí mismo que excede a esta nota.
Como en varios ámbitos de la vida, los análisis más agudos son los más infrecuentes (por dolorosos, por ejemplo) pero también los que permiten reconducir. Hace 10 años hablar de descomposición política en ciernes parecía delirante, negativo, derrotista: la fascinación comprensible con la excepcionalidad kirchnerista fungía como licencia. Pero si de excepcionalidad se trataba entonces el marco analítico debió ser otro.
La idea temprana de autocrítica sincera con lo que ya por entonces, para algunos, se presentaba como un ciclo político agotado, ofrecía resistencias en clave de negación. Con el tiempo, las más de las veces, asumió la forma de una nostalgia que impidió un análisis necesario, que permitiera cuidar la excepción y trazar un camino al menos tentativo para proteger y potenciar una experiencia embrionaria. El peronismo perdió en 2009 y 2013, también en 2015, 2017, 2021, 2023 y ahora, 2025. Si se intentó poner el foco en ese acumulado, en paralelo a los niveles crecientes de ausentismo -sumado a elementos de descomposición política severa producto de pragmatismos sobre pragmatismos- el debate tendió a ser clausurado.
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Cuando Milei se impuso en las PASO de agosto de 2023, decíamos: “Milei absorbe el vacío de crítica política a este enjambre (deterioro agravado de las condiciones de vida, clase política abstraída de la vida cotidiana de grandes mayorías, oportunidad organizada activamente en el discurso mediático del poder económico). Y un poco, por qué no, de un acumulado, también, de disciplinamiento militante”.
Vale decir que asumimos propia una época cuyos análisis políticos emanan de medios de comunicación (hoy fundamentalmente redes y streaming) donde -en el mejor de los casos- se conceptualiza ligero, se concluye con inmediatez, se olvida rápido y pocas veces se traza una continuidad analítica que permita establecer una matriz medianamente probada en algunos de sus aspectos. Lo que prima es imponer contundencia y ganar una contienda poco estimulante para la reflexión política; si nos dice mucho de nuestro tiempo, propone poco para interpretarlo, sobre todo en cuanto al modo de comprender mejor las formas que asume la política y por qué.
Muchas veces el discurso político termina configurando un campo con sus propias reglas, lenguajes y competencias, progresivamente separado de otros espacios sociales que operan con lógicas y temporalidades distintas. Pero esa distancia no se expresa sólo en los contenidos, sino también en los lugares y formatos desde donde se interviene. No es ninguna novedad que en el ecosistema actual de medios y redes, la política se ve empujada a hablar bajo condiciones que privilegian la inmediatez, la polémica o el impacto antes que la elaboración colectiva o el análisis. Incluso cuando se invoca al “campo popular”, el mensaje suele circular en espacios que moldean su sentido, más atentos a captar atención que a construir comprensión. En ese desplazamiento, las palabras pierden espesor y se alejan de las experiencias concretas de quienes deberían ser sus interlocutores. Lo que era una dificultad para comunicar, finalmente se convierte en una distancia estructural: una crisis de sintonía entre la política y la vida social que pretende representar.
La política (del campo popular) en este contexto, no sólo enfrenta un problema de comunicación, sino de escena (donde busca legitimidad, donde se produce su visibilidad). Con frecuencia se expresa en escenarios que no le son propios, moldeados por las lógicas mediáticas y sus criterios de visibilidad. En el intento de ganar legitimidad o cercanía, adopta lenguajes, tonos y modos de intervención que responden a esas reglas, creyendo que así logra ampliarse. Pero al hacerlo, muchas veces se despoja de su densidad y termina hablando en un registro que no traduce las experiencias ni las sensibilidades de quienes dice representar. Esa forma de presencia, condicionada por la lógica de la atención y la búsqueda de impacto, reproduce una distancia estructural: la política se acomoda a los marcos de visibilidad que le son impuestos, y en esa adaptación pierde parte de su potencia transformadora. No es una novedad: tiene “raíces recientes” en la crisis de representación que atravesó la Argentina entre los noventa y el 2001, cuando los medios no sólo narraron la política, sino que la moldearon, delimitando su lugar y su tono. Aquella operación, presentada como apertura, fue fundamentalmente un modo de vaciarla de sentido.
No es caprichoso volver a traer estas cuestiones. Es un dato es que el kirchnerismo no lo haya podido resolver. Se lo propuso, como uno de los grandes déficits de la transición democrática, cuya persistencia impedía la política. Cuando buscó hacerlo perdió la contienda, la cual finalmente quedó clausurada. Sí trajo una novedad que rompió excepcionalmente ese esquema instrumental y propuso recuperar grandes temas, narración directa, y sus necesarios conflictos. Y ganó con holgura dos grandes elecciones: 2007 y 2011. Por eso hace rato nos debemos la pregunta, más que por qué pierde el peronismo, por qué ganó esas dos elecciones del modo en que lo hizo, qué representaron -más o menos excepcionalmente- y por qué ello transcurrió mientras el contexto fue (es) de derrotas: como dijimos 2009, 2013, 2015, 2017, 2021, 2023 y 2025.
La distancia entre la política popular y amplios sectores sociales no se explica sólo por la ofensiva del poder económico-mediático, aunque ésta haya sido determinante en la fijación de un sentido común que naturaliza la desigualdad y la dependencia, y desacredita distintas formas de intervención colectiva. Cabe reconocer que, en muchos casos, los esfuerzos por disputar esa narrativa no lograron generar identificación ni credibilidad. Posiblemente fallen los intérpretes, las mediaciones, o la forma en que se intenta comunicar lo político en un ecosistema atomizado, dominado por la inmediatez, la saturación y la fragmentación. Posiblemente también, ese ecosistema es decididamente potente a esta altura.
En ese escenario, las fuerzas populares oscilaron entre la búsqueda de legitimidad en espacios ajenos, adoptando formatos, lenguajes o estéticas propias de los medios y las derechas. Derechas que aun cuando no consolidaban un partido habían desplegado una cultura “por fuera de la política” en una sociedad cuya factura dictatorial sobrevive. Sumada la sobreactuación de gestos que, pareciera, lejos de consolidar un vínculo, refuerzan distancia con las experiencias populares concretas. El resultado fue una tensión permanente entre la voluntad de representar y la dificultad de ser creíbles, entre la apelación al pueblo y la falta de una conversación real con él.
Pensar una nueva experiencia política implica, entonces, revisar esas mediaciones: cómo se construyen las narrativas, quiénes las portan, de qué modo circulan y a qué imaginarios sociales interpelan. Reponer una discusión sobre soberanía, trabajo o justicia social sólo recuperará sentido si logran inscribirse en la vida cotidiana, en los modos de habitar y de producir; en las expectativas concretas de una sociedad desigual y precarizada. No se trata de encontrar una fórmula, sino de reconstruir un lenguaje y acciones políticas capaces de volver inteligible lo común.
En esa tarea, quizás sea necesario darle lugar a las emergencias antes que a las conducciones. La pregunta sobre la Unidad: ¿de qué? ¿Qué antecede a la unidad? No para abdicar de la política, sino para permitir que la novedad encuentre su forma, que la energía social se exprese sin ser rápidamente traducida en estructuras que la neutralicen y, naturalmente, la desmovilicen. La reconstrucción del campo popular no puede partir del temor al desborde, sino de la expectativa en que la vitalidad de lo emergente puede (debe) renovar las formas de organización, los modos de interpelar y las maneras de imaginar futuro. Darle tiempo y espacio a esas experiencias no desmoviliza ni debilita; al contrario, puede ser la condición para que, cuando vuelva a organizarse de algún modo la esperanza, lo haga sobre bases más amplias, más creíbles y más duraderas. Sobran experiencias en la historia argentina. Conviene mirarlas antes que nos consumamos en una larga insistencia del orden por sobre la experiencia política.
