El conservadurismo progresista

15 de mayo, 2025 | 00.05

El tema de fondo en el debate político, más allá de la rosca sempiterna, es hoy la construcción de una alternativa ganadora. Algunos cartesianos, esos que imaginan que la lucha política empieza por la lucha teórica, creen que el punto de partida es la formulación de un programa que aglutine a las distintas facciones en pos de una causa común lo más determinada posible. El Frente de Todos, por ejemplo, habría fracasado por esta razón, por no tener un programa unificador, una hoja de ruta. Los más pragmáticos, en cambio, creen que funciona al revés, que los programas no se elaboran en el aire, sino que el primer paso es la construcción de un liderazgo, secuencia en la que el programa vendría después. Una síntesis sin compromiso indica que sin duda alguna hacen falta las dos cosas, programa y liderazgo. Bajo esta óptica, el del Frente de Todos fue el peor de los mundos: no tuvo ni programa, ni liderazgo.

Pero regresemos al principio, a la construcción de una alternativa y de su programa, que es eso lo que “está en el aire”. La sola idea entraña un paso previo, la famosa autocrítica, poner la lupa no sólo sobre lo que se hizo mal para no repetirlo, sino también sobre lo que directamente no se hizo. Aquí también hay varios libretos. Uno dice que la autocrítica le corresponde solo a la clase política que tuvo responsabilidades de gobierno. Otro cree que la construcción del discurso político es bastante más amplia y llega a todos los participantes, directos e indirectos, de una determinada corriente de pensamiento. Según esta última perspectiva la autocrítica debe hacérsela, por ejemplo, todo el peronismo. O dicho de manera más amplia, todo el campo nacional y popular, que, en el actual contexto, y mal que le pese a los fundamentalistas, es el campo progresista.

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Hace falta aclarar que el progresismo es una corriente mucho más amplia que ese liberalismo buenista-woke al que pretende reducirlo la derecha peronista en su crítica a la izquierda peronista. Hoy, cuando desde el vértice superior del poder se dice que la justicia social es una aberración o que los trabajadores explotan a los capitalistas, las tres banderas históricas del peronismo son propuestas ultraprogresistas. Dicho de otra manera, más allá de los matices y diferencias de detalle, estar del lado del campo nacional y popular supone ser progresista.

Y juntar las palabras autocrítica y progresismo es en principio complejo. Algunas medidas recientes del actual gobierno ponen en evidencia la naturaleza del problema. Entre las más ruidosas destacó la disminución de aranceles para celulares y un conjunto de artículos de electrónica anunciados esta semana. Como se sabe la electrónica local se “produce” mayoritariamente en la isla de Tierra del Fuego. El paraguas fiscal es un régimen de promoción que ya acumula medio siglo de existencia.

No nos extenderemos aquí, pero el objetivo del régimen fue poblar la isla por razones geopolíticas, y de paso desarrollar un sector productivo de vanguardia. Lo primero se consiguió, lo segundo no. Los celulares fueguinos, por ejemplo, son kits importados que se ensamblan en la isla y, con el valor agregado del empaque, se venden localmente a un precio que, en promedio, duplica a los del resto del mundo, incluidos otros países de la región. Los dueños de las ensambladoras fueguinas son personas riquísimas cuyos yates fastuosos aparecen en las revistas de la farándula. El costo social, no solo económico, es que todos los argentinos que no viajan al exterior pagan, literalmente, la electrónica más cara del mundo. Súmese además que, en muchos casos, como por ejemplo celulares y notebooks, no se trata solo de bienes de consumo, sino también de bienes de capital, de herramientas de trabajo, cuyos mayores costos se trasladan hacia el consumidor en la cadena productiva. Pero el dato central es que, después de medio siglo, el sector sigue siendo dependiente de la continuidad de la promoción, es decir: no se desarrolló.

No es ser un “neoliberal derechista” favorable a la instalación de bases estadounidenses para el dominio antártico señalar estas disonancias económicas. Cualquier gobierno nacional-popular serio debió corregir estas irracionalidades, no mirar para otro lado porque era más cómodo o porque sucumbía al lobby. Ahora los fueguinos se quejarán de que la baja de aranceles destruirá puestos de trabajo, pero hasta ayer nomás no sólo no buscaron diversificar su producción, sino que hasta se dieron el lujo de prohibir actividades económicas, como fue el caso de la salmonicultura. Las señales económicas distorsionadas también provocan estos efectos.

Algo similar, aunque menos escandaloso, ocurre en el sector textil. También aquí la protección arancelaria se traduce en indumentaria más cara que en el resto del mundo, por más estudios de sobrecostos en shoppings e impuestos que se financien. Y no hablamos de pequeñas diferencias porcentuales sobre un precio, sino de valores que directamente multiplican a los precios de otros países. En una defensa muy particular del industrialismo, los gobiernos nacional-populares también miraron para otro lado en este rubro. De nuevo, la teoría de la industria naciente tampoco es superchería neoliberal. La promoción sectorial supone un costo social que debería tener contraprestación.

La ideología antiproducción y el prohibicionismo proliferaron en muchas regiones. Chubut y Mendoza también se dieron el lujo de prohibir actividades como la minería, lo que pone en primer plano el desastre de la Constitución de 1994 que, en nombre del federalismo, afectó seriamente la capacidad del Estado nacional para impulsar políticas sectoriales. Es probable que una de las razones por la que la minería no avanzó en el país sea también porque nunca se le dio la debida relevancia. Durante mucho tiempo se creyó que bastaba con los dólares del agro. Ya no, y es un problema, porque en el caso en que se concreten las inversiones mil millonarias en dólares que demanda la producción minera, pasarán muchos hasta que se comience a exportar.

Otro caso de análisis de medidas de recientes es la política migratoria. No es ser “antiinmigrante” proponer que a las personas con antecedentes penales se les dificulte tramitar la ciudadanía, o que quien delinque sea deportado. No es algo diferente a lo que hacen el resto de los países. Tampoco parece un escándalo proponer que la inversión en educación y salud pública solventada con recursos de los contribuyentes nacionales no se le regale a quienes no contribuyen en el territorio. No hace falta ver estadísticas, es conceptual frente a la restricción presupuestaria de un Estado cada vez más pobre. No es importar “odio”, es un mínimo de racionalidad económica y lo que hacen la mayoría de los países.

Tampoco es ser “antitrabajador” criticar, por ejemplo, los paros en servicios públicos como la educación básica, desfinanciada y en perpetua decadencia desde que se transfirió a las provincias.

Los ejemplos de sobrecostos pagados por los consumidores y sobre señales económicas distorsionadas podrían seguir. El análisis de cada uno de los casos citados podría profundizarse. Otros ejemplos no citados esta vez, como el discurso antiempresario, el problema de las tarifas, el ninguneo del déficit fiscal y de la inflación, sí fueron largamente tratados en este espacio. 

Lo que se quiere señalar es que los gobiernos nacional-populares, contra lo que debería haber sido su esencia progresista, fueron muy conservadores en casi todas estas dimensiones, lo que se tradujo en falta de respuestas para muchos problemas fundamentales y en la consecuente deslegitimación social del espacio. Este conservadurismo prejuicioso e impotente fue lo que provocó una suerte de horror al vacío y el arribo de un gobierno de ultraderecha que hoy resuelve los problemas a su manera.