La asunción de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2017 no solo representó un reacomodamiento en el orden geopolítico global, sino que también pareció irrumpir en diversas latitudes con un modo nuevo —o al menos distinto— de concebir el poder. En Argentina, el gobierno de Javier Milei ha mostrado rasgos que algunos denominan “aceleracionistas”, es decir, un ímpetu por romper con normas, usos e instituciones vigentes de manera acelerada, tomando distancia de la política tradicional. Este fenómeno, que en su versión estadounidense se asoció al “trumpismo”, adquiere una peculiaridad local, pero bebe de las mismas aguas: desprecio por la institucionalidad, uso intensivo de las redes sociales, un discurso agresivo contra adversarios y la promesa de refundar el Estado reduciendo al mínimo las mediaciones políticas convencionales.
1. Trump y el nuevo (des)orden global
La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos supuso la ruptura explícita con un consenso económico y geopolítico que databa del final de la Segunda Guerra Mundial. Hasta ese momento, el discurso hegemónico en Occidente —basado en acuerdos como Bretton Woods o en la preponderancia de organismos multilaterales— apuntaba a una globalización progresiva, con menores barreras al comercio, un ordenamiento financiero global y la OTAN como pilar de la seguridad occidental. Trump, en cambio, impuso aranceles, renegoció acuerdos como el NAFTA y, sobre todo, evidenció un estilo confrontativo que marginaba, sin reparo, cualquier consenso institucional.
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La retórica de Trump impactó fuertemente en la relación que Estados Unidos guardaba con sus aliados más cercanos (Canadá, la Unión Europea), y también con potencias como China y Rusia. Su forma de ejercer el poder se sustentó en la impunidad de quien se sabe respaldado por los mayores recursos económicos y militares del planeta. Además, el “trumpismo” mostró que, para una parte significativa de la sociedad estadounidense, el talante del presidente no se medía en términos de su apego a la institucionalidad, sino por su capacidad de sostener un discurso antiliberal y agresivo que prometía “recuperar la grandeza de Estados Unidos”.
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Este nuevo estilo de gobernar, que podríamos describir como autoritario en las formas, aceleracionista en lo económico y desentendido de la diplomacia tradicional, no quedó circunscrito a Estados Unidos. De forma simultánea (y a veces con eco directo), comenzaron a florecer liderazgos que imitan, en mayor o menor medida, la combinación de retórica agresiva, torpeza calculada e impunidad discursiva.
2. El “mileísmo” en Argentina: ¿una nueva forma de hacer política?
En la Argentina, muchos ven en Javier Milei la versión local de este fenómeno. Ya antes de ser presidente se lo identificó con Trump, tanto por su discurso contra la “casta” política como por las promesas de desmantelar el Estado y abrazar un laissez-faire radical. Tras su asunción, se confirmaron gestos que podrían llamarse “aceleracionistas”: desprecio por el Parlamento, ataques a minorías o colectivos con conquistas históricas (feministas, diversidades sexuales), ensayos de reformas drásticas que desatienden procedimientos institucionales (jubilaciones, universidades, poder judicial), entre otros.
Lo notable es que esta ofensiva —que combina torpeza, ilegalismo e impunidad— no parece frenarse con el mero repudio parlamentario ni con la indignación en redes o en las calles. Se ha organizado alguna marcha multitudinaria en repudio a gestos considerados fascistoides, como ocurrió el 1 de febrero (“Orgullo antifascista y antirracista”). No obstante, la potencia de esas movilizaciones no halló una conducción política sólida ni construyó un “más allá” capaz de traducir el descontento en freno real a las políticas que cuestiona.
Este divorcio entre la política tradicional y las reacciones ciudadanas ilustra la crisis de representatividad: gran parte de la sociedad, sumida en urgencias económicas (inflación, empleos precarios) y cansada del descrédito de las élites políticas —“la casta”—, no ve con malos ojos una ruptura radical de las reglas habituales. Como sucedió con Trump, para muchos argentinos la agresividad y el discurso desarticulado de Milei importan menos que la expectativa de que resuelva (o al menos sacuda) los problemas estructurales del país.
La idea de “aceleracionismo” se nutre de corrientes académicas que, a partir de lecturas de Marx y del posestructuralismo, plantean que el desarrollo tecnológico y financiero va tan rápido que termina desbordando las estructuras políticas convencionales. Mientras algunos autores de izquierda creían que este aceleracionismo podría “hacer explotar” las contradicciones del capitalismo y abrir paso a un futuro poscapitalista, los aceleracionistas de derecha o neorreaccionarios (cercanos a Elon Musk o a ciertas élites norteamericanas) buscan usar la tecnología y las finanzas digitales para concentrar poder y arrinconar aún más al Estado.
En la práctica, tanto Trump como Milei aplican una versión superficial de ese aceleracionismo de derecha: desprecio por los contrapesos instituidos, exacerbación de la polarización y uso intensivo de canales no tradicionales (redes sociales, entrevistas “show”) para romper consensos y avanzar sin reparar en los costos colectivos.
3. La (in)capacidad de freno y el dilema de la oposición
Frente a esta nueva forma de ejercicio del poder, las alternativas para contrarrestarla parecen débiles:
- La oposición parlamentaria se muestra fragmentada y carente de credibilidad. Antiguas coaliciones que se denominan a sí mismas “antifascistas” o “defensoras de la democracia” sufren del descrédito que la sociedad asocia a la “casta”. Las contradicciones internas y la ausencia de un proyecto inspirador hacen que los bloques opositores no puedan constituirse en un dique institucional sólido.
- La calle y las movilizaciones —tanto desde sectores universitarios, de la diversidad sexual, feministas, o sindicatos— expresan descontento y, en ciertos momentos, logran conmover al gobierno. Sin embargo, carecen de una correa de transmisión con el Palacio. Se agotan en grandes marchas o proclamas que, tras su repliegue, no dejan cambios tangibles en la correlación de fuerzas.
- Los factores externos, como la propia dinámica de Estados Unidos o del mercado financiero global, podrían terminar imponiendo límites reales: si la administración Milei no obtiene financiamiento, o si la Reserva Federal y el capital especulativo deciden no respaldar sus movimientos, la capacidad de sostener una economía volcada a la especulación o a la “dolarización” podría ser insostenible.
La gran incógnita, por tanto, es qué fuerzas sociales y políticas pueden frenar una deriva “mileísta” que, en su afán de pasar por encima de instituciones y normas, desestructure la misma base sobre la que se apoya. En la historia argentina, cuando la política fue desbordada por la calle (vgr. diciembre de 2001), hubo un reacomodamiento. Pero hoy no se percibe un factor de convergencia que aúne las distintas expresiones de rechazo y convierta ese malestar en un programa alternativo.
Conclusiones
La irrupción de Donald Trump en la escena global no solo sacudió los consensos geopolíticos establecidos, sino que —al trasladar su estilo confrontativo y su ejercicio de “poder desnudo”— mostró la declinación de la política tradicional como forma de articular los conflictos sociales. En varios países, surgieron liderazgos con un guion similar: apelan al descontento ciudadano, desprecian las instituciones y fomentan una constante aceleración que hunde raíces en el desconocimiento de las reglas y la impunidad de su narrativa.
Argentina no es ajena a este fenómeno. La administración Milei exhibe el desprecio por la “casta”, la ruptura abrupta con las normas institucionales y una agenda agresiva contra colectivos que históricamente han defendido sus conquistas en las calles. Lo que ocurre en estas nuevas derechas es que no temen al repudio social puntual ni a la crítica periodística; confían en que la población valora más la promesa de soluciones contundentes que el apego a las mediaciones republicanas.
La pregunta que subyace es: ¿qué o quién puede frenar el avance de esta lógica aceleracionista y transgresora? Ante la evidencia de que frentes electorales “antifascistas” suelen fracasar —porque el discurso defensivo no siempre logra movilizar esperanzas—, y de que las protestas ciudadanas carecen de continuidad política para articularse en un proyecto, la respuesta queda en suspenso.
Tal vez la clave surja de un rearme del tejido social que logre dotar de contenido a las movilizaciones, estableciendo puentes con la arena institucional. O tal vez, como ha sucedido en otros momentos de la historia, la propia inconsistencia del modelo (financiero, económico, moral) abra una grieta que desemboque en un nuevo escenario. Sea como fuere, lo cierto es que las democracias occidentales, incluidas la estadounidense y la argentina, se enfrentan hoy a una sacudida que pone en cuestión la posibilidad de resolver los problemas colectivos a través de la política entendida como construcción y mediación, tal como se conoció desde la segunda mitad del siglo XX.
En este momento de altísima incertidumbre, se perfilan dos caminos: o se recupera la política como instancia para canalizar demandas e institucionalizar conflictos de un modo legítimo y participativo, o las fuerzas “aceleracionistas” refuerzan el desapego social y la anomia, hundiendo aún más el vínculo entre la ciudadanía y las formas democráticas de gobierno. Con Trump y Milei, pareciera que el tablero está en pleno movimiento; si sus proyectos triunfan o naufragan dependerá, en última instancia, de la confluencia —o ausencia— de una oposición sólida, de la capacidad de los movimientos sociales de articular demandas y de la respuesta del orden económico global ante el desconcierto que ellos mismos han contribuido a generar.