Fue la noche de un 4 de mayo como hoy, pero en 1886, hace 139 años, que las protestas iniciadas tres días antes en reclamo de una jornada laboral de ocho horas, llegaron a su momento de máxima tensión. En Haymarket Square, en Chicago, una manifestación pacífica llegaba a su final cuando la policía ingresó en la escena para reprimir. Ante el avance de las fuerzas de seguridad, alguien (hasta el día de hoy no se sabe si un anarquista o un infiltrado) arrojó una bomba casera que estalló, matando a un agente. En ese momento comenzaron los tiros. La escena se saldó con siete policías y cuatro manifestantes muertos, decenas de heridos.
Por el hecho fueron acusados ocho trabajadores, de los cuales apenas dos estaban en la plaza al momento de la explosión; habían sido oradores en el acto. El juicio fue rápido, publicitado y escandaloso. Para conformar el jurado de doce personas entrevistaron a más de mil: fueron descartados todos los que formaban parte de algún sindicato, o tenían algún antecedente que pudiera presumir simpatía por la causa trabajadora. Los ocho fueron condenados a muerte aunque hubo dos que aceptaron pedir clemencia por crímenes que no habían cometido a cambio de que se les conmutara la pena por una sentencia a prisión perpetua.
En ese momento la ley establecía un tope para la jornada laboral de 18 horas. Los reclamos por una reducción sustancial de la cantidad de horas trabajadas eran desestimados burlonamente por los empresarios, el establishment político y la prensa que reflejaba esos puntos de vista. Calificaban la propuesta como “delirante”, “inaplicable” y “lunática” o decían que era equivalente a pedir “que te paguen por no trabajar”. Incluso cuando la presión de los sindicatos consiguió que se apruebe una ley que parcialmente atendía esos reclamos, la resistencia patronal logró de facto que solo llegara a aplicarse muy parcialmente.
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Por entonces, el New York Times escribía que “las huelgas para obligar al cumplimiento de las ocho horas pueden hacer mucho para paralizar nuestra industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad de nuestra nación, pero no lograrán su objetivo”. El Philadelphia Telegram que “el elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal y se ha vuelto loco de remate” por pedir la jornada de ocho horas. Por su parte, el Indianápolis Journal habló de “las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos pero engañados”.
Los mártires de Chicago reclamaban por un ideal de ocho horas para trabajar, ocho horas para descansar y ocho horas para el ocio. Eso 140 años más tarde parece una utopía que se aleja en un mundo muy distinto, en el que la gente a veces dedica tres o hasta cuatro horas diarias a llegar a su lugar de trabajo y que, cada vez más, exige más de un ingreso para redondear un salario de subsistencia. Los espacios de ocio, dedicación a la familia, a los amigos, a uno mismo, a un proyecto que no esté relacionado al trabajo o cualquier cosa que no sea estrictamente sobrevivir, son, como lo eran en 1886, prácticamente un lujo de clase.
La noticia es que en la Argentina de Javier Milei, en el año 2025, la gente tiene que trabajar cada vez más y aún así la plata le alcanza para menos. Hace dos semanas el ministro de Economía Luis Caputo celebraba un incremento de los salarios registrados pero un análisis más pormenorizado de esos números, como el que hizo el CETYD, da cuenta de que responde a un aumento en la cantidad de horas trabajadas. Esto puede explicarse, por un lado, por una decisión de las empresas de aplazar la contratación de nuevos empleados, y por el otro por la necesidad de los trabajadores de complementar sus salarios de convenio, que quedaron retrasados.
“El aumento de ingresos basado en el incremento de las horas extra es inestable y corre el riesgo de ser rápidamente revertido si la actividad se estanca o se retrae. A diferencia de los aumentos negociados en paritarias, las horas extra son el primer componente salarial que se elimina cuando el ciclo económico pierde dinamismo. En consecuencia, a menos que los incrementos actuales se trasladen a los salarios básicos de convenio, los trabajadores podrían experimentar una brusca reducción de ingresos si la actividad interrumpe la tendencia al alza que mostró desde mediados de 2024”, dice el informe.
Si el costo del trabajo para el empleador sigue cayendo contra un costo de vida para el empleado que a pesar de la publicidad oficialista no para de crecer (esta semana aumentaron el transporte público, la luz, el gas, el agua, las prepagas y los alquileres); si las personas se ven obligadas a trabajar más horas para comprar lo mismo o menos (el consumo masivo también sigue hundido) es porque así lo decidió Milei, dispuesto a encadenar todo lo demás para dejar libre al capital. Los salarios tienen un cepo, determinado por la Casa Rosada, que les pone un tope del uno por ciento mensual, muy lejos de la velocidad de la inflación.
En ese contexto el gobierno prepara una reforma laboral que entre otros aspectos apunta a bajar el costo de las horas extra, lo que implica en los hechos una extensión de la jornada sin penalidades para el empleador y otra tributaria que, de acuerdo a lo acordado con el FMI, incluye la eliminación del monotributo, que es la única herramienta con la que cuentan los trabajadores no formalizados para tener cobertura social y aportes previsionales. Se trata de una ofensiva que busca seguir inclinando la balanza en favor del capital y en contra de los trabajadores. 1886 no es suficiente, al parecer. Spoiler: el siguente hito es el trabajo infantil y la servidumbre.
Resulta pertinente recordar que la persona que tiene este gobierno al frente del área de Trabajo, Julio Cordero, que antes de saltar a la función pública había sido jefe del departamento jurídico laboral de Techint. Se hizo célebre una exposición suya en el Congreso, en 2023, cuando se discutía reducir la cantidad de horas, en lugar de aumentarla. Él, por supuesto, estaba en contra:: “Limitar la jornada, ¿cómo será? Yo limito la jornada entonces usted tiene que trabajar menos, ¿para qué? O sea, ¿está mal trabajar? ¿Estamos en contra del trabajo? ¿Para qué? ¿Para ir afuera a hacer qué?”. Su vida familiar ya debe ser suficiente castigo pero no logra conmover.
Cuando se dice que el trabajo dignifica no se habla de las horas de nuestra vida que pasamos delante de una computadora u operando una maquinaria o conduciendo un camión o atendiendo una guardia o llevando una pizza de una punta a otra la ciudad. Eso no es digno. Lo que dignifica la vida, es decir lo que la hace digna de ser vivida, es que el fruto de ese trabajo alcance para que tener tiempo libre (unas horas todos los días, un par de días todas las semanas y algunas semanas todos los años) y también los recursos que te permitan elegir libremente qué hacer con ese tiempo libre. Eso es dignidad; Cordero difícilmente pueda reconocerlo.
Pero hay algo más: sólo una persona que dispone de tiempo libre puede ser un miembro pleno de una comunidad democrática. Establecer lazos significativos con la comunidad es una tarea que nos demanda un tiempo y un esfuerzo que son incompatibles con las exigencias de los regímenes de explotación laboral soft a los que estamos sometidos. Y ese es parte del problema de esta época, tanto como los algoritmos, las fake news, las redes sociales, la crueldad socialmente aceptada o la violencia política en aumento: la gente trabaja demasiado a cambio de demasiado poco y eso atenta contra cualquier pacto social mínimamente justo.
Está de moda citar a Juan Perón, algo menos de moda leerlo y definitivamente muy poco de moda interpretar sus ideas a la luz de los fenómenos de esta época, tan distinta que aquella, aunque algunos desafíos se repitan. Él planteaba la justicia social como la salida humanista a una dicotomía entre dos modelos que, en el fondo, eran deshumanizantes. Por un lado veía el peligro del individualismo liberal, que diluye los lazos comunitarios, y por el otro el estatismo soviético que consideraba a cada persona apenas como un engranaje intercambiable de una maquinaria económica que tiene un fin en sí misma.
Hoy vivimos en un mundo que conjuga lo peor de esos dos modelos: el individualismo extremo y la disolución de muchos lazos comunitarios convive con un sistema económico que tiene como único fin reproducirse a sí mismo y usa a las personas como engranajes descartables de esa maquinaria. Nunca fue tan necesario como ahora hablar de justicia social, pensar cuáles son las herramientas y los presupuestos que deben impulsar su búsqueda en el siglo XXI y dar las luchas necesarias para que se conviertan en una alternativa real a este deterioro imparable de todas las seguridades que nos rodeaban.
Seguramente van a empezar diciendo, como decían allá por 1886, que son ideas inaplicables, que sus voceros son delirantes y lunáticos, verdaderos truhanes demagogos que viven de los impuestos de gente honesta. No es muy distinto de lo que leemos todos los días en las redes sociales del presidente o lo que escuchamos en los programas de radio, televisión y streaming de sus voceros rentados. Lo que debe quedar claro es que por más que se vista de posmoderno el plan económico de Milei está 140 años en el pasado. Milei es el pasado. Y la única forma de combatir y derrotar al pasado es con futuro.