Preservar de la contaminación ambiente las obras celosamente guardadas en los museos es una preocupación en todo el mundo. Los estragos que esta les inflige están a la vista. Hace unos meses, por ejemplo, comenzó en el Rijksmuseum, de Amsterdam, la parte más delicada de la llamada “operación Ronda Nocturna”, un esfuerzo mayúsculo destinado a restaurar esta obra maestra de Rembrandt que cada año cautiva a millones de visitantes. Entre otras cosas, un equipo de ocho personas le está removiendo el barniz del óleo, que mide 3,79 m de largo por 4,36 m de alto, para que recupere su aspecto original.
Ahora, investigadores de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam) y la Universidad Nacional del Centro (Unicen), de Tandil, Provincia de Buenos Aires, en colaboración con colegas del Instituto Nacional de Geofísica y Vulcanología de Italia no solo lograron medir cuál es la contaminación suspendida en el aire en el interior de las salas de dos museos porteños, sino que descubrieron una posible forma de mitigarla.
“La idea del trabajo fue hacer un ‘biomonitoreo’ de la calidad del aire en museos o espacios con bienes culturales –cuenta Marcos Tascón, químico e investigador adjunto del Conicet en la Unsam que lideró el proyecto–. Una parte ya se publicó, para la otra todavía estamos trabajando y procesando datos”.
Los científicos buscaron instituciones ubicadas sobre calles muy transitadas y que a su vez tuvieran forestación alrededor. Una de ellas es el Museo Histórico Nacional, sobre la calle Defensa y rodeado por el Parque Lezama, que tiene una arboleda compuesta mayormente de fresnos. Esta institución guarda, por ejemplo, textiles como el poncho de San Martín y obras del artista Gil de Castro. La segunda es el Museo Nacional de Bellas Artes, sobre Avenida del Libertador, también con mucha arboleda cercana, pero en este caso, de jacarandás.
“Nos concentramos en medir la calidad del aire en el punto donde de acuerdo con nuestra hipótesis de trabajo se origina la contaminación, que son las calles, y después observamos el comportamiento de ese material particulado, cómo se transporta hacia adentro de los edificios y puede causar el deterioro de las obras”, explica Tascón.
Para eso usaron los biomonitores, bolsitas de unos dos gramos que contenían líquenes. Dependiendo de la especie, tienen distinta capacidad de absorción, de modo que se pueden utilizar como marcadores. De acuerdo con los investigadores, es una solución económica, sostenible, que les permitió estudiar la dinámica de transporte del material particulado y determinar aproximadamente los valores en varios puntos de medición. “Si hubiéramos querido hacerlo con instrumental convencional, los costos se hubieran elevado mucho –destaca el científico–. Pero además no se pueden instalar muestreadores convencionales adentro de las salas de museos; por diversos motivos, como el ruido y las vibraciones que producen”.
Los colocaron en distintos lugares desde la línea de la calle y los dejaron tres meses. Luego, los colectaron y estimaron la cantidad de partículas que habían absorbido. El equipo de la Unicen midió el magnetismo de estas muestras, comparándolas con otras colectadas en las sierras de Tandil como control, y en la Unsam hicieron el análisis químico.
Como su nombre lo indica, el material particulado está compuesto por partículas ínfimas, conocidas en la jerga como “PM10” (de 10 micrones o más) y “PM2.5” (de 2,5 micrones). Una gran parte de ellas se origina en las emisiones vehiculares. Pero no todas.
“Las más grandes, decantan por la gravedad y se depositan en lugares cercanos a la fuente –explica Tascón–. Pero cuanto más chiquitas son, más lejos pueden transportarse por el aire, y a su vez más posibilidad tienen de entrar en nuestro organismo por las vías respiratorias. Incluso ingresan al flujo sanguíneo, no hay barrera que las frene”. Este último hecho genera preocupación creciente porque está asociado con múltiples enfermedades y constituye un grave problema de salud pública.
Los científicos encontraron distintos elementos o partículas de cadmio, manganeso, antimonio, cobre, hierro, bario, y silicatos, óxidos de hierro, que pueden venir de la tierra. También registraron otras generadas por actividad antrópica; en este caso, el tránsito. “Algo interesante que vimos es que el bario, es generado en los vehículos, pero no necesariamente por la combustión, en las emisiones del caño de escape, sino por el roce de motores o las pastillas de frenos. Por desgaste, las gomas también pueden generar compuestos sobre la base de antimonio, manganeso, cobre y zinc”.
Las técnicas actuales para medir material particulado utilizan equipos de muestreadores activos; o sea, bombas que filtran el aire durante un cierto tiempo y pueden calcular la concentración de partículas. Los líquenes no ofrecen la misma precisión, pero en el trabajo publicado, los científicos compararon los resultados que obtuvieron con los de las estaciones de La Boca y Córdoba de la Ciudad de Buenos Aires, y los niveles resultaron bastante similares; es decir, que los biomonitores podrían ser una alternativa sostenible y económica. Por otro lado, hay usos para los cuales los primeros no son prácticos, ni siquiera para instituciones que tienen mucho dinero.
El trabajo, planteado en un primer momento como una forma de explorar la “conservación preventiva” (es decir, para estudiar medidas que se puedan tomar sin intervenir las obras), también ofrece posibles claves para proteger la salud.
“Uno de los resultados que nos llamó la atención fue que las líneas de árboles pueden bloquear este material particulado –dice Tascón–. Encontramos que las hojas de jacarandá bioacumulaban grandes cantidades de material particulado, y registramos un gradiente, o sea una caída de la contaminación muy abrupta a medida que nos alejábamos de la calle e íbamos pasando líneas de arbolado urbano. Lo medimos más claramente en el Bellas Artes, porque frente al museo está el parque con jaracandás, entonces se ve cómo los árboles pueden absorber o bloquear la contaminación, y de esa manera nos cuidan. Eso nos permite pensar en la mitigación de esta contaminación en museos mediante propuestas muy sustentables; por ejemplo, generar líneas de árboles como barreras para este tipo de contaminantes. Se podrían pensar estas líneas de arbolado como filtro del aire que va a ingresar a la institución. Y eso vale para los objetos y para las personas que trabajan allí o la visitan”.
El material particulado también puede transportar moléculas que actúan como contaminantes y aceleran reacciones de degradación en contacto con materia orgánica, al tiempo que promueven el depósito de costras negras o polvo.
Para Andrea Pineda, investigadora del Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera (CIMA) y del Conicet, que no participó en esta investigación, este es uno de los primeros trabajos en abordar el tema de la exposición a material particulado con biomonitores en Buenos Aires. “Me parece muy positivo que cada vez haya más investigadores e investigadoras interesados en la calidad del aire y la exposición; necesitamos que la comunidad científica local siga creciendo para poder contribuir a resolver las demandas de una sociedad tan compleja como la de las megaciudades”, comenta.
También destaca que es importante deslindar la capacidad de la planta o líquen de capturar y acumular contaminantes, de cuánto contribuye a su remoción del aire. Una revisión del Air Quality Expert Group del Reino Unido sobre el rol de la infraestructura verde para reducir la exposición concluye que su mayor efecto es local y aerodinámico (la barrera desvía el flujo de aire con los contaminantes y entonces llegan más diluidos), no es remover sino redistribuir. Es decir, que la densidad de la vegetación sería más importante que el tipo de planta. “Necesitamos entender bien el problema para poder diseñar medidas efectivas”, concluye Pineda.