El video de la pareja escondiéndose en el concierto de Coldplay, luego de ser captados por la camara y expuestos ante la multitud, se convirtió en un fenómeno viral de redes sociales a escala mundial. No solo tuvo consecuencias en la vida familiar y laboral de sus protagonistas, sino que además se convirtió en un tema de debate sociológico en torno a los límites de nuestra vida privada y cómo, en esta etapa del capitalismo, se ven alterados por la lógica de las redes sociales.
La imagen de la kiss cam en pantalla gigante y la reacción que tuvieron los amantes alcanzó para iniciar el escándalo que recorrió la faz de la tierra en cuestión de minutos. El video se viralizó tanto que despertó miles de versiones y comentarios, y llegó a inspirar la creación de un videojuego en línea sobre el embarazoso momento. Al mismo tiempo, derivó en una maquinaria de agresividad y escrutinio moral sin pausa. En el ecosistema de redes sociales, los linchamientos digitales funcionan como un espectaculo rentable y por ello los algoritmos favorecen la viralización de contenidos funcionales a despertar emociones como indignación, bronca, odio y humillación, que suelen generar reacciones inmediatas y colectivas.
El episodio expuso un síntoma central del tiempo que habitamos: la erosión definitiva de la privacidad como derecho y su mercantilización. Lo que en otra época habría quedado en una anécdota privada de un show musical, se transformó en tendencia internacional. Es que en el capitalismo de plataformas, lo íntimo se vuelve un bien común sin consentimiento, o incluso se presta de forma activa como parte de un espectáculo social sin límites de tiempo y lugar. Cada cuerpo, cada vínculo, cada acción, cada error puede ser transformado en contenido, viralizado en segundos, mercantilizado por la lógica de las plataformas y sometido al juicio público.
Una vigilancia sin estado
Paradójicamente el abrazo romántico entre el CEO y la gerenta de recursos humanos no fue captado por una cámara de seguridad, por un medio de comunicación o un dispositivo corporativo. Fue registrado por un anónimo, un espectador más, con un celular personal, desde algún rincón de la platea. La escena entonces se vuelve paradigmática por la forma que fue capturada y que define hoy al modelo de vigilancia y control: horizontal, entre pares, espontánea e ininterrumpida. La esfera pública se desvanece porque todo se ha vuelto un espacio de exposición permanente, y la privacidad, un privilegio.
En este nuevo régimen de panóptico digital no es necesario un Estado policial, una torre de control o una agencia de inteligencia para estar en permanente alerta. La vigilancia se ha tornado algorítmica y participativa: todos somos al mismo tiempo observadores y observados, vigilantes y vigilados, todos producimos y consumimos datos. Cada usuario con un celular en la mano es un dispositivo de rastreo como una cámara de seguridad potencial. Todo momento y vivencia humana, hasta lo más íntimo, puede ser convertido en dato. Es una forma de poder que se mete bajo la piel del sujeto.
La infraestructura tecnológica que nos prometía libertad, conexión y espontaneidad se ha convertido en una red de control mutuo en la todos somos monitoreados y manipulados a través de las redes, plataformas digitales, métricas y lógicas del rendimiento. En la sociedad de la transparencia todo tiene que ser mostrado al instante, un régimen de vida dado por el presentismo y la visibilidad. Byung-Chul Han plantea, en su libro “Capitalismo y pulsión de muerte”, que “es una sociedad pornográfica porque la visibilidad se vuelve total y se absolutiza y el secreto desaparece por completo. El capitalismo acentúa la pornografización de la sociedad exponiéndolo todo como si fuera mercancia y dejandolo todo a mercer de la visibilidad. Se aspira a la maximización del valor de exposición”.
Ser el producto sin saberlo
Otro punto que quedó expuesto luego de la viralizacion del engaño es que los asistentes a un show no son solo espectadores pasivos, así como los usuarios de redes tampoco son simplemente consumidores. En el capitalismo de plataformas nos transformamos en el producto, en la materia prima de las redes sociales, en parte constitutiva del show. Lo que parece una simple foto posteada en un perfil de Instagram, un video casero, o una opinión en X, termina alimentando el circuito de datos que expropian y convierten en valor las grandes corporaciones tecnológicas y, a la par, permite profundizar el control sobre nuestros consumos, gustos y comportamientos.
Todos y todas producimos ininterrumpidamente contenido sin saberlo, trabajamos gratis para los algoritmos que modelan el deseo colectivo, y lo hacemos convencidos de que se trata de un acto voluntario o un ejercicio de libertad de expresión. Esa captura de la subjetividad, sin salario, sin consentimiento informado, sin control directo, es una de las formas más sofisticadas (e invisibles) de explotación contemporánea, dado que mientras las plataformas monetizan cada interacción, cada segundo de atención o estallido emocional, los usuarios aportamos el insumo más valioso: nuestra vida cotidiana convertida en mercancía.
¿Privacidad o extinción?
En el capitalismo de plataformas, los límites entre lo público y lo privado parecen haber colapsado no porque hayamos renunciado voluntariamente a la intimidad, sino porque el ecosistema digital está diseñado para convertir todo en dato, engagement y monetización. El deseo de visibilidad, el mandato de existir a partir de las redes y la presión por la pertenencia, funcionan como lógicas de control disfrazadas de entretenimiento inofensivo. La privacidad, entonces, ya no constituye un derecho garantizado o una búsqueda en post de la tranquilidad, sino un privilegio, una forma de resistencia quizá, o una excepción difícil de sostener. Pareciera ser que la única manera de conseguirla es estar “afuera", desaparecer del mapa, no mostrarse, desertar y no ser capturado por el juego de las redes. Pero esa exclusión voluntaria no es una opción viable para la mayoría de los ciudadanos, sobre todo en sociedades donde la presencia online es casi una condición operativa de existencia laboral, social y hasta afectiva.
Lo sucedido en el recital de Coldplay no es solo un consumo anecdótico, sino una manifestación total de una cultura de control social descentralizado, sostenida por plataformas que lucran con la exposición permanente. Lo que está en juego no es una anécdota ni una vida privada puntual, sino una forma de vida. En tiempos donde todo puede ser observado, archivado y difundido, el problema ya no es solo quién tiene acceso a nuestra intimidad, sino quién tiene el poder de convertirla en espectáculo y las consecuencias que aquello puede generar.