El triple femicidio de Brenda del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez, tres adolescentes asesinadas, torturadas, descuartizadas y enterradas en La Matanza, no es sólo un hecho policial que sacude la agenda pública por la extrema brutalidad de los crímenes. Es también un espejo que refleja las fallas de una sociedad entera, la persistencia de un sistema mediático que culpabiliza a las víctimas, la indiferencia civil que naturaliza la violencia, la ruptura de la trama social y la fragmentación en los territorios, y el desmantelamiento de políticas públicas que deberían haber estado presentes para protegerlas.
El Registro Nacional de Femicidios de la Corte Suprema de Justicia de la Nación registró en 2024 1 femicidio cada 39 horas, y según el último informe emitido por el Observatorio “Ahora Que Sí Nos Ven” , en lo que va de 2025 se cometieron 164, cifra que marca una frecuencia de una mujer asesinada por razones de género cada 35 horas. Los femicidios no ocurren casualmente o en soledad. Nunca suceden por la acción aislada de un individuo por más que se presente de esa forma o por más monstruosa que sea. Son el resultado de una cadena de violencias cotidianas que muchas veces transcurren de manera invisible desde lo simbólico y naturalizado, y que se acumulan hasta llegar a su expresión más extrema. Y son posibles porque alrededor existe un entramado de complicidades que van desde el silencio de quienes minimizan actitudes violentas hasta los discursos que culpabilizan a las víctimas, que sostienen, legitiman y reproducen la violencia de género.
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Narrativas mediáticas: de la pollera corta al “subirse voluntariamente”
Desde que se denunció la desaparición de las tres chicas, gran parte de la cobertura mediática decidió desarrollar una serie de estrategias narrativas que se repiten desde hace décadas: desplazar la atención del asesinato hacia las conductas de las víctimas lo que desdibuja la autoría del crimen y la trama patriarcal. También se pone en duda la figura del femicidio ya que la hipótesis ordenadora de la investigación es que se trató de una venganza de una organización transnacional de narcotráfico. Cabe recordar que, si bien la calificación será tarea de la justicia, toda muerte violenta de una mujer debe investigarse como femicidio.
Mientras la familia pedía desesperadamente por la aparición con vida de Brenda, Morena y Lara, y la sociedad acompañaba el dolor y la incertidumbre, en los medios se habló de su vestimenta, de sus consumos, los lugares que frecuentaban, si “ejercían trabajo sexual” , “prostitución”, creaban contenido para Only fans o eran viudas negras, incluso a sabiendas de que una de ellas tenía apenas 15 años. Se repitió en varias oportunidades que “subieron voluntariamente a una Chevrolet Tracker blanca”, como si ese gesto pudiera explicar o justificar lo que vendría después.
Las palabras elegidas a la hora de narrar estos casos no son detalles menores. Lo que solemos escuchar son estrategias discursivas que buscan instalar la idea de que las adolescentes tuvieron algún grado de responsabilidad en su propia muerte. El mismo libreto que antes se usaba con argumentos como la “pollera corta”, la caracterización de una víctima como “fanática de los boliches”, o la “que volvió sola de madrugada” aparece ahora disfrazado en la narrativa del “trabajo sexual” y la “voluntariedad”. Los nombres cambian, pero siempre es la misma trama: culpabilizar a las víctimas, desviar la atención y diluir la responsabilidad de los agresores.
La cobertura mediática de los femicidios rara vez se detiene en el dolor de las víctimas y sus familias. Suele detenerse, en cambio, en los detalles que alimentan el morbo del espectador y refuerzan estigmas y prejuicios. En este caso, la sexualización fue inmediata: adolescentes transformadas en objetos de sospecha, su vida privada expuesta como un factor explicativo de la violencia que sufrieron. El caso de Lara, de 15 años, desnuda la perversidad de ese relato. Una menor nunca puede “ejercer” la prostitución, sino que es víctima de abuso, explotación, pedofilia o trata. Bajo dicha premisa todo adulto que mantenga relaciones sexuales con una menor, sean pagas o no, es un violador. Sin embargo, los medios reprodujeron sin pudor esa etiqueta, que invisibiliza las múltiples violencias y contribuye a normalizarlas. La operación es clara: convertir un crimen en una “elección” dada por el estilo de vida, y una violación en un “acuerdo consentido”.
Cada zócalo que las nombra como “trabajadoras sexuales”, y las condena a la violencia por ello, en vez de problematizar la vulnerabilidad que eso reviste, cada cronista que insiste en remarcar que “subieron al auto”, cada analista que se sube a la pelea por el tecnicismo judicial atrás del término "femicidio", como si eso alivianara alguna conciencia, no está informando sino revictimizando y colaborando con la construcción de un sentido social que vuelve a culpar a las mujeres de su propia muerte. El resultado no es sólo injusto: es funcional a la impunidad, porque desplaza el foco de los asesinos hacia las víctimas.
La trama narco y los femicidios territoriales
Otra variante del discurso misógino y machista, que suele repetirse con mucha frecuencia, es la patologización del femicida, como si solo se tratara de un enfermo, de un marginal, de un loco suelto, y no un varón nacido y criado bajo los valores del patriarcado. En esta oportunidad se reduce la complejidad del crimen al contexto narco criminal, que no es más que una expresión atroz de la deshumanización y la cultura del descarte, como si los femicidios no fueran actos de poder y el cuerpo de las mujeres no fuera territorio de estas batallas. De hecho no hay contradicción alguna: en Argentina, según datos del Observatorio de La Casa del Encuentro, los femicidios en contexto de narcocriminalidad representan el 8,5%. El discurso negacionista entonces cierra la posibilidad de analizar el tema desde una matriz socio cultural y de género, y evita la interpelación de los sujetos en su agencia como parte constitutiva de la reproducción del sistema social que lo hace posible. La violencia machista se sostiene en esa indiferencia, en esa red de omisiones que permite que lo impensable ocurra.
Para identificar y comprender la singularidad de estos casos se puede utilizar la categoría de “femicidios territoriales” impulsada por el Observatorio Lucía Pérez, ya que que no se trata de un crimen vinculado a una relación pareja, cercania, o intimidad, sino atado a tramas de narcocriminalidad, violencia e impunidad territorializadas. Esta alusión al territorio conjuga las condiciones materiales de vida, el habitat, la base orgánica de los ecosistemas, pero también la historia, las relaciones de poder, los conflictos, las experiencias y los anclajes sociales y culturales de ciertos modos constitutivos de ser y estar. Los cuerpos de Brenda, Morena y Laras hablan y narran una historia, personal y colectiva, de violencias que no empieza ni termina con su muerte.
Los femicidios no se explican únicamente por la acción de un agresor individual. Se explican también por el silencio de quienes miran para otro lado, quienes callan ante las actitudes violentas de sus pares, de las instituciones que trabajan en la prevención, las comisarias que no toman en serio las denuncias, la justicia que se desentiende y somete a las mujeres a un proceso sistemático de revictimización, la cultura que alimenta la cosificación permanente de los cuerpos feminizados y los medios que reproducen la violencia simbólica. Cada vez que alguien justifica la violencia diciendo “ella se lo buscó”, cada vez que un medio instala dudas sobre la conducta de las víctimas, cada vez que una institución minimiza el relato de una mujer, se refuerza la cultura de la impunidad y el silencio. Y esa cultura es la que habilita que, una y otra vez, tengamos que lamentar femicidios que pudieron haberse evitado.
Un contexto político y económico de abandono de las mujeres y negacionismo
En nuestra sociedad, aún en 2025 luego de un largo camino de lucha política recorrido, persisten falencias estructurales en materia de políticas de inclusión social y prevención primaria, que alimentan las condiciones de posibilidad de las violencias: una cultura patriarcal, desigual y misógina que construye sentido común culpabilizando a las víctimas; estructuras ineficientes en diferentes Instituciones de la sociedad civil; mecanismos de revictimización en espacios que deberían ser estratégicos como comisarías, juzgados e instituciones de salud a las que las mujeres deberían poder acudir en busca de seguridad, protección y acompañamiento.
Desde una mirada interseccional, además el femicidio de Brenda, Morena y Lara debe leerse en clave de desigualdad social y de feminización de la pobreza. Las cifras más recientes muestran que las mujeres enfrentan una tasa de desocupación del 8,5 %, superior a la de los varones (6,8 %), y que casi 4 de cada 10 mujeres trabajan en la informalidad (38,7 %). A esto se suma una brecha salarial que ronda el 27,7 %, lo que significa que, incluso cuando acceden a un empleo formal, las mujeres cobran mucho menos que sus pares varones. Estas condiciones estructurales no son neutras: empujan a miles de mujeres de sectores populares a aceptar trabajos precarizados o a encontrar en la prostitución una salida de supervivencia frente a la falta de alternativas. La feminización de la pobreza es el telón de fondo que expone a las mujeres pobres a mayor riesgo de violencia y de muerte. En ese sentido, el asesinato de las tres jóvenes de La Matanza está ligado a un sistema que combina misoginia, desigualdad económica y ausencia de políticas públicas de cuidado. En este sentido la interseccionalidad implica también la problematización del modelo económico desigual.
Pero la particularidad de este crimen atroz es que ocurre, además, en un momento político marcado por el desfinanciamiento de las políticas públicas, la proliferación de discursos de odio, y un mensaje oficial abiertamente negacionista en relación a la existencia de las violencias y desigualdades motivadas por el género. La Línea 144, los dispositivos duales, los programas destinados a garantizar derechos, la protección a las víctimas de violencia, La Ley Micaela, las redes de prevención, han sido debilitados por recortes presupuestarios, cierre de espacios de la administración pública y despidos masivos.
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Ese vaciamiento institucional es coherente con la postura del presidente Javier Milei quien en varias oportunidades insistió con su voluntad de eliminar la figura de femicidio del Código Penal en medio de un proceso de fragmentación social y recrudecimiento de la violencia, producto de la crisis económica. Para el oficialismo, no existe la especificidad de la violencia machista: los femicidios se reducirían a homicidios comunes. Ese planteo no es sólo una provocación ideológica: es un mensaje político que desarma herramientas legales, que desincentiva la denuncia y que manda una señal de impunidad peligrosa a los agresores.
La banalización de la violencia: del trend de la bolsa al triple femicidio
La confirmación del asesinato de Brenda, Morena y Lara ocurrió la misma semana en que se viralizó en redes como Instagram y Tik Tok el trend "Ahí viene la CM", un desafío que consiste en parodiar la desaparición de mujeres adentro de bolsas de consorcio.
Dos días después tres jóvenes mujeres aparecieron descuartizadas y desechadas en bolsas, tal como la humorada del video. Ese cruce entre la broma macabra y el femicidio real muestra el estado de una cultura de la violencia contra las mujeres que se banaliza hasta convertirse en entretenimiento y show para redes sociales. La naturalización de la violencia en las redes y la revictimización en los medios forman parte de un mismo ecosistema cultural: uno que legitima la violencia, que la convierte en espectáculo y que, al hacerlo, impide que la sociedad se interrogue sobre las responsabilidades de fondo.
El desafío de romper el círculo
Nombrar que fueron femicidios es un acto político. Decir que fueron víctimas de la violencia machista, decir que una adolescente de 15 años no es trabajadora sexual sino víctima, decir que subirse a un auto no puede ser leído como consentimiento para la violencia, decir que estas chicas no murieron por sus decisiones, sino porque alguien decidió asesinarlas en un contexto de impunidad, vulnerabilidad, abandono y desprotección. El lenguaje comunicacional sin perspectiva de género es parte de la trama de poder patriarcal. El desafío es entonces no centrarse en debates técnicos, no preguntarse qué hicieron las víctimas para ser asesinadas, sino por qué estas cosas siguen pasando y qué de nuestros comportamientos cotidianos es parte de la cadena de reproducción de la muerte .
La responsabilidad no es sólo de los asesinos. Es de una sociedad que naturaliza la violencia, de medios que revictimizan, de un Estado que desfinancia, de varones que se disciplinan frente al machismo de sus pares. Cada vez que aceptamos esas narrativas, cada vez que toleramos esos silencios, cada vez que nos callamos, estamos siendo cómplices. Los femicidios son el resultado de esa trama colectiva. Y mientras no la enfrentemos de manera consciente y decidida, no habrá justicia suficiente para Brenda, Morena y Lara, ni para ninguna de las víctimas que vendrán.