En unas semanas comenzará la primavera en nuestro país y los fines de semana tendrán cada vez mejores condiciones para actividades al aire libre. Por ello, las escapadas son un plan perfecto para descansar y desconectarse de la rutina por unos días.
Entre ruinas sumergidas y humedales vibrantes, la laguna Epecuén en Adolfo Alsina y la localidad de General Lavalle despliegan paisajes donde la biodiversidad aún resiste lejos de los grandes circuitos turísticos, con eventos naturales de inigualable belleza.
Se trata de dos destinos que invitan a sumergirse en la poesía de la naturaleza bonaerense, entre flamencos, espejos de agua y estuarios vivos.
¿Dónde está la laguna Epecuén?
Ubicada junto a la ciudad bonaerense de Carhué, a 520 kilómetros de la Capital Federal, el espejo de agua conserva la memoria del antiguo pueblo sumergido y ofrece uno de los espectáculos naturales más singulares de la provincia de Buenos Aires: el avistaje de flamencos australes.
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Las salidas de observación de aves se realizan durante todo el año desde la Secretaría de Turismo local a cargo de los guardaparques. En ocasiones especiales con grupos de escuelas de todos los niveles y talleres educativos. Y para el público general, todas las semanas.
En un entorno de tierras salobres, viejos terraplenes y árboles petrificados, los flamencos encuentran refugio y alimento. Las aguas ricas en minerales favorecen el crecimiento de pequeños crustáceos, responsables del tono rosado que caracteriza a estas aves de patas largas y vuelo elegante.
Los visitantes que recorren las pasarelas naturales o simplemente se acercan en silencio a las zonas bajas de la laguna pueden contemplar escenas de singular belleza: flamencos alimentándose con movimientos gráciles, acicalándose bajo la brisa o despegando en bandadas que recortan siluetas vibrantes contra el cielo despejado.
¿Dónde queda General Lavalle?
Más al este, en la frontera entre la llanura y el mar, a 336 kilómetros de La Plata, General Lavalle despliega otra postal inolvidable: la de sus humedales vastos, sus estuarios repletos de vida y sus canales de agua dulce que serpentean entre juncales interminables. Desde el puerto local, pequeñas embarcaciones parten a diario para internarse en los brazos del río Ajó y la bahía Samborombón. Allí, el paisaje cambia constantemente, modelado por el juego sutil de las mareas y el viento.
En las mañanas claras, el río refleja el cielo como un vidrio líquido. Garzas moras y blancas se recortan contra el azul, mientras grupos de biguás pescan en bandadas coordinadas. Entre las matas de totora, se ocultan carpinchos, coipos y el ciervo de los pantanos, esa criatura esquiva y majestuosa que encuentra en estos humedales uno de sus últimos refugios.