Existen las sectas en Argentina y así es estar dentro de una: del milagro al terror, cómo se camuflan

Salir de un grupo coercitivo no es sólo una cuestión de voluntad, sino un proceso traumático que implica perder familia, identidad y a veces hasta la vida misma. En esta nota, víctimas, familiares y especialistas cuentan sus experiencias y advierten sobre un fenómeno que opera con impunidad en Argentina, mientras buscan visibilizar la urgencia de políticas públicas y apoyo estatal

20 de agosto, 2025 | 00.05

Según la Inteligencia Artificial, una secta es “un grupo con un líder carismático que ejerce control total sobre sus miembros, aislándolos y manipulándolos”. La definición es correcta, pero le falta el peso de la historia: décadas, incluso siglos, en los que miles de personas en todo el mundo fueron atraídas y atrapadas por estructuras que rara vez tienen un final sencillo. Desde Charles Manson hasta la Masacre de Jonestown —el mayor suicidio colectivo de la historia, con casi mil personas muertas—, estos grupos interpelan a personas necesitadas, desorientadas y vulnerables, en busca de algo tan elemental como la fe. En Argentina, los especialistas prefieren llamarlos “grupos coercitivos”, porque el motor no es lo espiritual sino la persuasión extrema, el aislamiento y el control total de la voluntad, muchas veces con fines económicos, sexuales o delictivos.

El tema volvió a los titulares en mayo de este año, cuando un operativo en Bariloche rescató a varias mujeres rusas que, según la investigación, estaban bajo el control de una organización que las habría captado con promesas de un futuro seguro y oportunidades laborales. El caso expuso un patrón recurrente: detrás de fachadas espirituales, humanitarias o empresariales, estos grupos operan con redes de poder, dinero y silencio, y en muchos casos están vinculados a delitos como trata de personas, abuso sexual, reducción a la servidumbre y lavado de dinero.

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Argentina tiene una larga historia con estas estructuras, con causas judiciales resonantes que van desde el Instituto de Yoga de Buenos Aires hasta la secta del Maestro Amor, pasando por pequeñas comunidades que funcionan lejos del radar pero mantienen el mismo nivel de control sobre sus integrantes.

Aunque el imaginario social pesa sobre estereotipos de túnicas y ritos satánicos impuestos por la industria audiovisual, “cualquier persona puede caer en una secta”, explicó a El Destape, Isaac Martínez, fundador de la Asociación Civil Argentina de Ayuda a Víctimas de Sectas (ASOCAVICS), que es sobreviviente de una: nació en ella, logró salir, pero perdió contacto con su familia, que aún forma parte del grupo.

Hay un prejuicio que considera que las víctimas son poco inteligentes o tontas por caer en una secta. Pero en el fondo todos tenemos necesidades innatas: querer estar bien, mejorar o tener salud. La vida es cíclica, a veces está todo bien y a veces todo mal. Ahí es cuando ellos aparecen para reclutarte, para darte la respuesta que estás esperando. Aprovechan la vulnerabilidad”, destaca Martínez.

El especialista explica además que estas organizaciones no solo captan a personas en sus momentos más frágiles, sino que trabajan para implantarles una nueva identidad, suprimiendo su individualidad y moldeándolas según las reglas del grupo. “La persona probablemente ni se da cuenta de que está siendo captada”, aclara. El beneficio para los líderes puede ser económico, sexual o de poder. En su caso, recuerda que lo explotaban para que trabajara gratis para la marca del grupo desde muy joven, parte de un “lavado de cabeza” constante.

Daño sin justicia

Isaac Martínez explica que las víctimas suelen perderlo todo —familia, trabajo, vivienda— y que salir de una organización coercitiva puede ser tan traumático que algunos nunca logran romper con esa realidad, ni siquiera al morir.

En Argentina, el control coercitivo que ejercen estas organizaciones no está tipificado como delito, lo que genera un vacío legal que dificulta la acción judicial.

“La doctrina y dinámicas del grupo están diseñadas para acceder a la voluntad de las personas. A través de miedos y culpas, logran que la persona haga lo que el líder quiere. Por eso, una vez que te das cuenta, ¿cómo probás que te obligaron?”, plantea Martínez.

Las víctimas no siempre están amenazadas directamente, sino coaccionadas para quebrar y manipular su voluntad. Por eso, la Justicia solo puede sancionar los delitos explícitos, como trata, explotación o abuso sexual, aunque “a muchas personas les prescribe el tiempo para denunciar, porque cuando estás dentro de la secta te convencen de no hacerlo”.

Sobre su propia experiencia, relata: “El mundo que yo conocía era el que el grupo y mi familia me contaban. Moldeaban cómo debía ser y actuar. De adolescente pude darme cuenta de lo que pasaba. Fue muy traumático reaprender el mundo, perder a mi familia, mi casa, mis pertenencias. Por eso fundé la Asociación; hay muchas personas que viven lo mismo, pierden todo y no tienen adónde ir”.

Aunque la relación con su madre era buena, Martínez recuerda haberle preguntado: “¿A vos te obligan, mamá, o realmente elegís esto?”. Su madre le responde: “Vos sabés cómo son las cosas, hijo. Me rompés el corazón cuando me hacés esas preguntas. Sabés que te quiero y pienso en vos todos los días”. Martínez no duda del amor de su madre, pero percibe su cambio: “La última vez que la vi, no la reconocí”.

Así, cuestiona “cómo reclamar justicia por el dolor, la ruptura familiar y el trabajo no remunerado que el grupo exige, si la voluntad de hacerlo fue ‘suya’”.

“Me sorprende que personas que dejaron el grupo hace años sigan teniendo problemas en su vida diaria, con fobias, miedos y culpas. Me llama la atención cómo estas doctrinas se instalan en niveles inconscientes”, agrega.

Para Martínez, salir es un proceso largo y traumático. “Es enfrentarse al mundo, a los traumas y miedos, muchas veces en soledad. El mayor logro de la Asociación fue abrir un hogar de tránsito para víctimas que dejan el grupo y se quedan sin nada, porque eso es salir: perderlo todo”. Además, destaca la importancia de validar estas experiencias para romper el silencio y el estigma que sufren.

En primera persona

En Argentina, los Testigos de Jehová se hicieron conocidos por su metodología casi militante: tocar puerta por puerta en todos los barrios. María José señala a este culto como una secta por el nivel de control que ejerce sobre sus miembros, la difícil salida y muchas situaciones denunciables que sus responsables ocultaron. 

Su historia comienza incluso antes de su paso por la secta, desde su nacimiento. “Mi madre biológica me vendió a un matrimonio paraguayo de 50 años que había llegado a Argentina en 1952, porque no me podía criar”, cuenta María José.

Era 1975. María José creció con esa familia hasta que, tras la muerte del padre adoptivo, quedó al cuidado de su nueva madre y fue su bisabuela adoptiva quien la introdujo a la comunidad de Testigos de Jehová, con una irrenunciable promesa: “Cuando venga el fin del mundo, los buenos van a quedar y los muertos a resucitar. Entonces, papá iba a resucitar”.

La relación con su madre adoptiva no era buena, sencillamente “no la quería”, pero abandonarla a los ojos de Jehová no era opción para una persona fiel, así que continuaron juntas. Empezaron a visitar casas para predicar. Las reuniones se hacían en su casa, que era grande, ya que por fuera existían las prohibiciones de la dictadura.

Como María José se cansaba de caminar, la dejaban en la casa de uno de los ancianos de la comunidad —cargo similar al de un sacerdote católico—, que vivía a 20 metros y donde la cuidaba su hijo, un adolescente casi mayor de edad. “Yo me quedaba ahí y me hacían limpiar, ayudar con las cosas de la casa. Yo tenía 6 o 7 años, y en un momento él empezó a violarme”, relata.

Bajo la amenaza de que si contaba algo él mataría a su mamá, los abusos duraron cerca de tres años. A sus diez años no quiso ir más, pero escapar era seguir participando en la secta, donde otros también abusaron de ella y reinaba el silencio y la complicidad. Cuando quiso ir al secundario, su madre consultó al anciano, padre de su violador, quien se negó, pero le permitió hacer cursos municipales de jardinería. Como tenía 13 años no podía ir sola, y le pusieron un acompañante: su violador. Al resistirse, contó: “No lo voy a hacer porque cuando vos me dejabas con él, él me violaba”.

Su madre, aunque la odiara, sabía que eso estaba mal ante Jehová. La llevó entonces ante el anciano para que contara nuevamente lo sucedido, y comenzó el infierno: el anciano la golpeó exigiendo que se retractara, mientras su madre se fue a dormir.

No la llevaron al médico ni a la policía, sino que denunciaron el hecho ante ancianos superiores, que organizaron un juicio interno con un interrogatorio de seis hombres.

El proceso fue tortuoso para ella. “Después de 15 días sometida dije ‘bueno, es mentira. No voy a acusar a nadie y ya está’”, recuerda María José. La habían quebrado.

Su triunfo fue decir basta y dejar de asistir. Aun así, ellos insistían en su vuelta, pusieron a su madre en su contra y el violador pasaba por su casa burlándose. Cuando pudo, se fue a Punta Alta, Bahía Blanca. Volviendo a la casa de su madre, encontró un papel de donación: su madre entregaba todos sus bienes a la secta.

“Esto no va a pasar”, juró. Su madre, llena de rabia, le reclamó no ser su hija biológica y la trató de “perra, basura y apóstata” —como llaman a quienes abandonan el grupo—.

Cuando fueron los Testigos de Jehová a buscar el papel, ella los echó. Su madre, luego de un tiempo, sufre de demencia senil y se suicida: “Esperando que Jehová la venga a buscar”.  Su vivencia no fue en vano, ya que logró fundar junto con Isaac Martínez la Asociación que luego ayudaría a tantas otras víctimas desde la completa empatía y comprensión.

En segunda persona

María Teresa Spak tiene 75 años y hace 42 años murió de cáncer su hijo mayor, Ezequiel. Quedó entonces su hija Romina, “mi motorcito, a quien me aferré con todo”, cuenta María Teresa a este medio. Romina era una joven amorosa y dulce, que estudió profesorado de inglés y tenía una buena carrera laboral.

Sin embargo, su vida comenzó a cambiar cuando, en un momento de crisis, le tocaron el timbre los Testigos de Jehová. María Teresa relata que Romina se volvió muy fanática: se bautizó en Uruguay sin avisar a su familia, asistía a todas las reuniones en el “Salón del Reino” cercano a su casa y dedicaba sus fines de semana a predicar, leer la Biblia o cantar. Su apariencia también cambió, adoptando las típicas faldas largas, dejando de maquillarse y perdiendo la sonrisa que la caracterizaba.

El novio de Romina intentó recuperar la relación, pero ella tenía prohibido verlo porque él era separado y no era Testigo. María Teresa la vio alejarse poco a poco de la familia, incluso faltando a cumpleaños y fiestas de fin de año, consideradas “paganas” por el culto. La joven también atravesó un tratamiento psiquiátrico, aunque para su madre no fue eficaz.

Con preocupación, María Teresa logró que una jueza de paz de Vicente López emitiera una medida preventiva para impedir que Romina ingresara a la secta, pero sólo duró seis meses, ya que la joven no estaba declarada insana. Rápidamente, volvió a frecuentar la comunidad. “Intentaba darle información para que se diera cuenta de que era una secta, pero eso sólo generaba discusiones”, reconoce. Además, el padre de Romina no colaboró en el tema, consideraba que todas las religiones eran sectarias y no quiso involucrarse.

En agosto de 2022, Romina viajó con su padre a Mendoza. Habló por teléfono con su madre un par de veces, donde se mostró “normal” y “estar pasándola bien”, y participó de encuentros con Testigos de Jehová locales.

En un momento, mientras paseaban con su padre, frenaron para ir al baño y estirar las piernas. Romina quiso salir a caminar. Su padre la esperó, pero ella no volvió, por lo que él dio aviso a la policía y comenzó su búsqueda.

“Encontraron su cuerpo al día siguiente en un desprendimiento del balcón de una montaña. Recibí una llamada de aviso y sentí cómo el corazón se me partía. Romina había cruzado un río, había caminado un montón. Me metí en el expediente y en la copia de la autopsia, que señala que ella se dejó deslizar hacia el vacío, que no hizo ningún movimiento para aferrarse. No fue una caída, fue intencional”, recuerda María Teresa.

Antes de dejarse caer, Romina dejó su mochila, donde tenía un cuaderno con anotaciones sobre sus predicaciones y un mensaje claro: que por más que lo intentara, no era feliz.

“Es un dolor que no se puede transmitir, porque 40 años después de la muerte de mi primer hijo, justo Romina toma esta determinación, y es para volverse loca. Empecé a hacer meditación, ir al psiquiatra y todo eso, y me contacté con la Asociación. Conté lo que pasó con Romina, me invitaron a ser parte”.

Hoy, María Teresa ayuda a otras víctimas y familiares de víctimas de sectas para que su historia y la de Romina no se repitan: no sólo son víctimas quienes participan de estos grupos, sino también quienes pierden a su familia en manos de éstos.

El rol del Estado y la historia reciente

La llegada de sectas y grupos coercitivos a Argentina se intensificó durante el siglo XX, en un contexto regional marcado por tensiones ideológicas. Movimientos como los Testigos de Jehová y varias facciones oriundas de Oriente encontraron en América Latina un terreno fértil, tanto para instalar doctrinas de salvación como para contrarrestar los movimientos católicos populares, especialmente aquellos vinculados a la Teología de la Liberación.

El periodista Alfredo Silleta fue pionero en investigar y denunciar el accionar de estas organizaciones en la región. Desde mediados de los años 80, se sumergió en grupos como la secta Moon —formalmente Asociación del Espíritu Santo para la Unificación del Cristianismo Mundial— y documentó sus estructuras, métodos y vínculos con la política. En su obra La secta Moon: Cómo destruir la democracia, advirtió sobre el riesgo que representan estos grupos para las libertades y la cohesión social. Silleta subrayó que, mientras en décadas anteriores operaban en comunidades cerradas, desde los años 90 comenzaron a proliferar grupos abiertos con estructuras más flexibles, a menudo presentados como productos o estilos de vida que atraen a un público amplio, con líderes carismáticos y mensajes adaptados a distintas corrientes —desde ovnis hasta veganismo o técnicas de respiración—.

Consultado sobre el rol del Estado frente a esta problemática, Silleta expresó: “No se puede gestar una ley en contra de las sectas, porque sería una ley en contra de los cultos, y podrían meter presa a quienes piensan distinto amparados en esa ley”.

En línea con esta idea, Isaac Martínez señaló que “es fundamental que el Estado impulse programas de formación académica sobre estos fenómenos, para prevenir, identificar y brindar apoyo a quienes sufren estas violencias silenciosas”. Considera que una ley específica que proteja a las víctimas y reconozca el control coercitivo como delito sería un avance clave, aunque reconoce que “mientras eso sucede, la difusión, el activismo y el acompañamiento son las herramientas más efectivas para combatir estos grupos”.

Martínez también subraya que “sería una bomba que los profesionales se involucren y se estudie el fenómeno en los centros de formación académica, porque este problema está instalado en la sociedad argentina y afecta a muchísima gente, no solo a quienes vienen de un grupo en particular”. Confía en que “el proyecto de ley que está en marcha se concretará tarde o temprano, porque son derechos que merecemos como seres humanos”.

Finalmente, recuerda que el 26 de julio se conmemora el Día Internacional por las Víctimas de los Testigos de Jehová, una fecha para honrar a quienes sufrieron o perdieron la vida por estas dinámicas. Para esa ocasión, Martínez preparó un documental que puede descargarse en este link.

Escapar de estas dinámicas de manipulación no debería ser la única salida. La respuesta está en la prevención: políticas públicas, un Estado presente y una sociedad dispuesta a mirar y estudiar esta problemática, no desde el morbo o la fantasía, sino desde un lugar informado y atento. Solo así se desterrará la idea de que las sectas son un fenómeno lejano, que le pasa a unos pocos y que nunca podría pasarnos a nosotros mismos.