Le hizo una promesa al Gauchito Gil y se animó a poner un local en los 2000: ahora tiene una mítica casa de empanadas en San Telmo

Roberto Nicolás Ormeño abrió hace 25 años su local "El Gauchito" en el corazón de San Telmo y lo convirtió en un espacio auténticamente riojano. Desde Mina Delina, su ciudad natal, empezó un recorrido repleto de misticismo que desembocó en el centro porteño. "Soy un remolino que se levantó, se echó a andar y en donde voy llevo mi tierra", asegura.

19 de noviembre, 2025 | 05.00

Roberto Nicolás Ormeño, "Beto", llega con un look austero: una campera adidas que tiene sus años y un libro bajo el brazo. Camina tranquilo, seguro y, mientras, sonríe. Con ese mismo gesto alegre, hace veinte años saluda a todas las personas que pasan por su local de empanadas riojanas. En medio del barrio de San Telmo, “El Gauchito” es estrecho y vibrante. Cada rincón alumbra una parte de Beto: las piezas que cuelgan de las paredes cuentan la historia de su camino a Buenos Aires. Desde las cabras que supo criar en La Rioja, hasta su llegada a la capital en pleno retorno a la democracia, con Perón, Evita y el santo gaucho acompañando sus pisadas. A su manera, asegura que cada cosa dentro de “El Gauchito” forma una constelación: “Las cosas están conectadas. Hay muchas cosas místicas dentro mí y todas dan resultado”. Supieron torcer la ruta hacia Buenos Aires y. en el proceso, hacer de un rincón de la capital un espacio auténticamente riojano. “Los que somos del interior siempre venimos con una añoranza y con un sueño. Son las dos cosas que nos tiran”, dice Beto a El Destape

Aunque el local esté sobre la Avenida Independencia al 414, quien entra a “El Gauchito” no puede evitar sentirse, por un momento, lejos de la capital. “Siempre le digo a la gente, yo soy un remolino que se levantó, se echó a andar y en donde voy llevo mi tierra riojana”, dice Beto, que tiene esa rara propiedad de hablar sonriendo. No es fácil de explicar, pero quien escucha a Beto sabe que lo que sale de su boca arqueada es auténtico. Esa calidez es la que hace de “El Gauchito” un lugar al que se quiere volver. En el doble juego de la añoranza y el sueño, Beto transformó los cuatro metros de su local en su pedazo de cielo. 

Una Iglesia blanca contra el fondo verde de unas montañas altas. Es la última foto que Beto tomó de su pueblo natal en La Rioja, Mina Delina. “Los hijos de los mineros vuelven como golondrinas el 10 de agosto”, dice sobre el día en que se celebra San Lorenzo, patrón de Mina Delina. “Mira, por acá iba tu abuelo. Eso le digo a mi hijo”, recuerda. Era muy chico cuando veía desde su ventana a su papá junto a otros veinte o treinta mineros más trepar hasta la boca de la mina con sus lámparas de carburo. “Eran como luciérnagas”, recuerda. También se acuerda del olor en la ropa de su padre. Bien temprano, montaba a caballo junto a su papá, Beto iba medio dormido abrazado a sus espaldas, respirando el olor a tierra y pólvora. Después, le daba la vuelta al animal y regresaba a su casa para prepararles el almuerzo a los mineros. 

Beto cree que lo que enlaza todo lo que le pasa y le pasó empezó ahí, en Mina Delina. El día en que nació, entre cabras y quebradas, una estrella gigante, quizás un meteorito, cruzó el cielo. Eran las cuatro de la mañana cuando una luz iluminó todo el valle. “Todos decían que yo había quedado marcado”, cuenta Beto, “nací con una estrella que todavía me manda señales”. 

Algunos sábados llegaba una señora, se instalaba en el patio de algunas de las casa hechas de adobe, “algunos pisos eran de piedra, así como las calles de San Telmo”, dice Beto entre allá y acá. Se vestía de negro, su nombre era Claudia. En medio de dos piedras, hacía el fuego y tendía la masa para hacer empanadas. La receta de sus famosas empanadas, es un legado de Mina Adelina. Cuando los mineros bajaban de la mina, ella les vendía empanadas y algunas veces, Beto ligaba alguna. Tenía cinco años, se sentaban junto a sus hermanos en la orilla del fuego y miraban a sus manos trabajar. Alli empezó todo.  

Tiempo después, Beto se dio cuenta de que aquella mujer era su madrina. Creyente de las señales que a veces van más allá asegura que ese fue "un hechizo" que lo marcó: “con la empanada que yo hago hablo todos los días de ese lugar y mi agradecimiento siempre está ahí”.

 

Cuando el remolino echó a andar: Gracias Gauchito

Cuando tiene que describir "lo riojano" presente en "El Gauchito" y en cada uno de sus repulgues, Beto piensa en su mamá. “Fue siempre una criadora de cabras, no sabía leer ni escribir pero podía hacer cualquier tarea rural”, recuerda. Con él en la panza, su mamá arreaba centenares de cabras, puntos negros en la quebrada. Atravesaba ríos y montañas, “he amado todos los lugares por los que ella anduvo, antes de nacer”.

Tanto los amó que Beto siguió su ejemplo, tenía 18 años cuando llegó a tener 460 cabras. Aunque siempre tuvo Buenos Aires en la mira. “Me acuerdo, iba arreando las cabras por el verde de la montaña y hablaba con acento porteño, hablaba solo”, recuerda Beto y se ríe. Pasó un tiempo, la guerra de Malvinas, el servicio militar y un breve pasaje por Chilecito. 

Gentileza Danei Maydana

Arribó al barrio del que nunca se movería: San Telmo. Llegó en plena primavera alfonsinista, el 10 de diciembre de 1983 cuando una multitud cruzaba la avenida 9 de Julio en dirección a Plaza de Mayo. Banderas radicales, rojas y blancas inundaban la ciudad, pero Beto no lo sabía. Él pensaba que eran banderines de River Plate y allá fue, siguiendo aquello que se encontró en el camino, como lo hizo siempre. La vida, para Beto, está repleta de esas ocurrencias. En realidad, para Beto la vida es como una ensalada, que con cada ingrediente va tomando sabor. “Todo lo que viene es como un elemento más para mi ensalada”, dice Beto sobre aquellas señales que pasan a formar parte de su historia. 

Gentileza Danei Maydana

Siguiendo esos caminos que parecen errantes, pero que no lo son, Beto trabajó en una pizzería, se adentró en el mundo de la gastronomía y formó una familia. Fue cuando se enfermó su esposa que apareció el Gauchito Gil. Estaba embarazada de su tercer hija y estaban de camino al Hospital Garrahan, ella estaba pálida, a punto de desvanecerse y en las manos tenía cada una de sus otras hijas. Un camionero que pasaba frenó, se bajó y le entregó una estampa del Gauchito. “Pedile a él que te va a ayudar”, le dijo. Pasaron meses y su esposa seguía internada. Un día, mientras Beto estaba presente, la tuvieron que reanimar. “Cuando yo me desperté el Gauchito estaba acá”, le dijo su esposa a Beto mientras señalaba a un costado de su cama, “sentí que me iba por un túnel, mi papá no me dejó pasar y cuando abro los ojos y estaba el Gauchito acá”. En la mesa, se extiende un gran silencio. 

“El Gauchito”: empanadas riojanas

En el 2000, cuando el sueño ya había tomado forma, Beto abrió junto a otros socios la rotisería. La llama “El Gauchito”. “Fue en agradecimiento, pero nunca pensamos que íbamos a tener la difusión que tenemos hoy”, confiesa. Para mantener el local, Beto trabajaba en la seguridad de otra institución, eran largas jornadas. “La vida te pone a prueba”, desliza, porque después vino el 2001 con el corralito y la cosa solo se puso peor. Aún así, Beto sostenía. “Vuelvo a creer y confiar en la fe”, dice, “Siempre hice con fe, nunca pensé a dónde iba a llegar, solo miré con fe el día a día, trabajando a full”.  Con esa premisa pasó años vendiendo empanadas por San Telmo los fines de semana para hacer conocida su casa de empanadas, y volanteo las calles en pandemia para mantener “El Gauchito” a flote. 

“Hoy tengo la devolución”, dice. Y es cierto, porque el local siempre está lleno. Las sillas y mesas desparejas colmadas de personas que llegan por primera vez o vuelven. Hace algunos años, cuando “El Gauchito” ya era un lugar más concurrido y Beto no tenía tiempo para hacer caseras las tapas de empanadas todas las mañanas, vio una Kangoo con un sticker de un cabrito. Ya experimentado en las señales, Beto se acercó al dueño de la camioneta. Así conoció al productor de sus tapas de empanadas.

Gentileza Danei Maydana

Está lleno de esas historias, como la del libro que tiene sobre la mesa, las obras completas de Sigmund Freud. “No entiendo bien de qué se trata todavía. Habla de muchas cosas sexuales”, dice Beto mientras lanza una carcajada y cuenta que lo encontró tirado en parque Lezama mientras pasaba por la iglesia de San Santiago de Compostela, “pero lo estoy esperando. Algo me querrá decir”. 

“Si tenes los ojos abiertos y sabes a donde vas, las señales aparecen”, dice Beto. Para él se trata de dar y recibir, “mirar para adentro”, repite; “ahora nosotros los argentinos vivimos un momento difícil, mi consejo es que sigamos mirando para adentro”. Ese mirar al origen para Beto es un movimiento colectivo. 

Gentileza Danei Maydana

A la pregunta de si es peronista Beto responde rápidamente. Sí. Pero después se ríe, “Para mi Perón era Dios”. Cuando estaba en Mina Delina, eso sentía Beto cuando escuchaba a la gente hablar de Perón. No faltan en esas paredes sus símbolos, como también los de Evita. “Antes de venerarla vanidosamente, mejor seguir sus acciones, su ejemplo de darle al otro”, dice Beto. 

Al final, las paredes de “El Gauchito” están llenas de estrellas. Recordatorios vivos de los valores que hacen a Beto, que le iluminan el camino que quiere seguir pisando, tranquilo y seguir. Quiso plagar aquel lugar chico con cosas grandes. Colgó postas que contengan en la añoranza y le recuerden la esperanza. Aquella es la sensación tiene uno cuando entra a la casa de empanadas.

Entonces repite como un mantra: “Te puedes ir a donde vayas, pero no nunca has dejado de mirar lo que tu gente necesita”. Quizás es por eso que la gente vuelve, casi como peregrinos, a encontrarse en “El Gauchito”. Hay algo en las empanadas de Beto, que no importa de dónde vengas, tienen gusto a casa.