En la estación Pueyrredón, lindera al corazón del barrio del Once, subió al subte Esteban Suárez, un hombre de 59 años que pidió la atención de los usuarios para contar chistes a cambio de alguna moneda o billete. Al presentarse, pidió disculpas a los católicos por su paso de comedia en un día tan triste. Luego de bromear y recibir un puñado de aplausos casi de compromiso, su voz rasposa y desgastada dejó soltar una revelación: "Yo conocí a Bergoglio, estábamos sobre la avenida Nazca y el ya era padre en Flores. Le pedí que me venga a ver en un circo donde trabajaba, haciendo la vertical y cosas así. Vino y me bendijo. Empecé a ir a su parroquia y me enseñó a leer. Él fue mi guía espiritual". Tras sus dichos, caminó hacia al vagón siguiente para repetir sus chistes. El fin de su camino estaba dictado en Catedral, a metros de la Iglesia donde llegaban los compungidos por la muerte de Francisco. Llegaban a despedirse de nuestro Francisco.
"¿Se murió el Papa?", fue la pregunta inocente que una niña le hizo a su mamá cuando salían del templo para dirigirse a cruzar hacia Plaza de Mayo, espacio testigo de un nuevo hito de la historia. Un resabio de ternura en tiempo amargo, resalta. Allí en la mega capilla porteña Francisco fue protagonista de centenares de misas y desde ahí se montó un centro de congregación para quienes querían orar por el Sumo Pontífice o derramar sus lágrimas, como millones en el resto del mundo. De pronto el ritual en la parroquia central de la Ciudad se convirtió en una catarata. De pena, de tristeza, pero de reivindicación.
En las columnas de la Catedral se pegaban estampitas alusivas a la vida de Francisco o nexos con sus pensamiento. Rosarios, imágenes del escudo de San Lorenzo de Almagro, una camiseta y trapo del cuadro de Boedo, la figura de Eva Duarte de Perón. En uno de los pilotes rezaba la frase: "Francisco, imploraste por nosotros en la noches más oscura del mundo. Ahora nosotros rogamos al cielo por vos".
Dentro del templo se oía la voz de Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires, quien pidió un grito unido al final de la misa para vociferar "¡Viva Francisco!". Niños, jóvenes, adultos y ancianos estaban allí, en algunos casos arrodillados, pidiendo por el argentino con mayor magnitud histórica. Y mientras algunos salían, otros entraban para continuar con el rito.
En perspectiva, la Catedral, la Iglesia San José de Flores y las casas donde vivió y se crió son solo puntos geográficos porque a Francisco lo llora el mundo entero, incluso agnósticos. Francisco es el lamento de Villa Celina o Burkina Faso, donde hasta el presidente Ibrahim Traoré afirmó: "Con dolor he sabido del llamado a Dios de Su Santidad el Papa Francisco. En este triste acontecimiento, expreso mi solidaridad y compasión al Estado de la Ciudad del Vaticano, a la Familia de la Iglesia de Dios en Burkina Faso y a los católicos de todo el mundo. Recuerdo al Papa Francisco como un hombre que dedicó toda su vida a la causa de los pobres, de los más desfavorecidos, y por la justicia y la paz en el mundo".
En la Ciudad de Buenos Aires, en las parroquias argentinas, en África. En el aire se percibía el pesar por la partida del Papa, una figura que fue universal -no por normas jurídicas- sino por el intento de ser la real representación de Dios en la Tierra para 1.200 millones de personas. Y un referente político férreo para los no fieles. Esa fue la investidura desde la cual militó una Iglesia para pobres, inmigrantes, desvalidos, olvidados, invisibles. Casi como una línea de conducta que se emparenta con aquel ejemplo que Jesús había dicho a sus discípulos: "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que que un rico entre en el reino de Dios".
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Y al sol de una tarde soleada, ya sobre la vereda; las velas, los periodistas, las pancartas, las fotos, los recuerdos. Eran las dos de la tarde y el duelo recién arrancaba. No serán siete días, como decretó el Gobierno. Puede durar lo que dure el tiempo.
Pero el pibe de Flores, el prócer de la civilización austral o Francisco -cualquier mote le resulta adecuado- recitaba un poema de memoria, "Everness" de Jorge Luis Borges:
"Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido.
Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos
y los que irá dejando todavía
Y todo es una parte del diverso
cristal de esa memoria, el universo;
no tienen fin sus arduos corredores
y las puertas se cierran a tu paso;
solo del otro lado del ocaso verás los arquetipos y esplendores".