De repente, setenta mil personas vemos todas al mismo tiempo la infracción en la pantalla gigante del estadio. Es el último sábado y estamos en uno de los templos más sagrados del deporte. Twickenham, construido en 1907 y rebautizado en 2024 Allianz Stadium. Están Los Pumas jugando contra los Springboks sudafricanos por la última fecha del Championship. Twickenham es la “Catedral” del rugby. Y el rugby es el supuesto “deporte de caballeros”, culto del fair play. Pero lo que vemos en estos momentos no es exactamente juego limpio. Hasta los jugadores ven también que hay una infracción clara y no sancionada en la repetición en la pantalla gigante del estadio londinense. La ven todos menos el único indicado para sancionarla: el árbitro, ese señor que, como afirma otro dicho del rugby, “siempre tiene la razón”. El árbitro italiano Andrea Piardi claramente no la tiene. Ni siquiera mira la pantalla. El capitán argentino Julián Montoya le protesta. El árbitro, lo vemos claro desde nuestros pupitres de prensa, dice que no. Algo falla en el juego cuando el contrasentido luce tan grotesco.
Y falla doblemente cuando tampoco los encargados arbitrales del control televisivo (TMO en el rugby, VAR en el fútbol) no le comunican al árbitro que está equivocado. Que debe sancionar lo que vimos todos. Que el jugador que cometió la falta merece una segunda amarilla, expulsión, y que Sudáfrica deberá jugar veinte minutos con un jugador menos (el nuevo reglamento prevé que luego puede ingresar un compañero desde el banco en su lugar). El error de Piardi se produce en un momento decisivo del partido. Los Pumas ganan 13-3 a Sudáfrica y ya finaliza el primer tiempo. Los Pumas no solo están jugando un gran primer tiempo, sino que, ante todo, le están amargando la fiesta del título a Sudáfrica en la última fecha del torneo.
Volvamos a la acción. El tres cuartos sudafricano Canan Moodie, que ya había recibido una tarjeta amarilla por una infracción previa, fue el que cometió esa segunda falta (knock on intencional, porque buscó interceptar un pase rival solo con una mano y no con las dos manos levantadas para tomar la pelota, como exige el reglamento). Moodie frenó el ataque interponiéndose en la línea de pase de Los Pumas y, con o sin querer, no importa, hizo caer la pelota. Piardi no sancionó y tampoco el TMO lo llamó. Para peor, en la acción inmediata, Sudáfrica anotó su try convertido, acortó a 13-10 e inicio la reacción que concretó en el segundo tiempo (cuando también anotó otro try polémico). Resultado final: Springboks 29 vs Los Pumas 27. El marcador pudo ser justo. Pero no fueron justos los hombres encargados de impartir justicia.
Paradójicamente, tampoco habría sido justo que Nueva Zelanda, segundo en la tabla final, ganara el torneo. Porque Sudáfrica fue la mejor selección. Había aplastado 67-30 a Los Pumas en el primero de los dos partidos, una semana antes en Durban. Fue una fiesta nacional. Cracks negros en la cancha más canto y danza negra en la tribuna (el sábado en Twickenham, en cambio, las tribunas estaban repletas de sudafricanos casi todos blancos, la mayoría de ellos, solo entusiasta con el himno cuando llegó la vieja melodía blanca). La fiesta multicolor de Durban habría sido imposible en tiempos del apartheid, cuando solo los blancos eran Springboks y tenían derecho. Una minoría oprimiendo medio siglo a la mayoría negra. Segregación racial estipulada en la ley. Hasta que la figura enorme de Nelson Mandela ayudó a derrumbar el apartheid.
Los Springboks de hoy combinan la fuerza tradicional del viejo colono invasor holandés con la habilidad notable del jugador negro. Una combinación que puede resultar imbatible, como está sucediendo. Pero que, aún así, no precisa de ridículas fallas arbitrales (sobre las que, por otra parte, no hay luego explicación alguna para los aficionados que quieren creer en aquel principio básico de supuesta igualdad competitiva que promete históricamente el deporte).
La última fecha del Championshiop podría haber coronado también a Australia (que finalmente no pudo ganarle a Nueva Zelanda). Y podría haber sido también de una injusticia. Porque también Australia fue beneficiada por un grosero error arbitral y otra vez contra Argentina. Los Pumas añadieron estos tiempos a su crecimiento un juego de una dinámica acaso inédita. Por momentos, están jugando un rugby notable. Invitado incómodo para los más poderosos. No es bueno aferrarse a teorías conspirativas sobre tanto perjuicio. Pero un ex presidente argentino, en un gran lapsus, le puso nombre a este tipo de situaciones: “casualidades permanentes”.
¿O acaso ya olvidamos rápidamente que Australia también le había anotado a Los Pumas un try final absolutamente irregular en la derrota de unas semanas atrás en Córdoba? Fue un pase forward grosero (el rugby moderno suele ser algo tolerante con esas jugadas). Pero este caso fue tan grosero como la segunda tarjeta amarilla que debió aplicársele al sudafricano Moodie el sábado último en Twickenham.
Ese try le significó a Australia un punto bonus que podría haberle dado el título. Y también fallaron allí árbitro y TMO. ¿Por qué el rugby, que tanto cambió su juego en favor de la masificación, retrasa ahora para ayudar a darle más limpieza a su deporte? Desde Twickenham volé a Tampere, Finlandia, a un Congreso Play the Game uno de cuyos temas centrales es el de las apuestas. No hay en absoluto sospechas de que los errores en el Championship puedan estar vinculados a algo así. Pero la sombra de las apuestas está cada vez más sospechada de influir o directamente alterar los resultados deportivos. Eso obliga al deporte a explicar de modo más abierto los errores arbitrales, muchas veces inevitables sobre todo en jugadas de apreciación. Rugby incluído