Son tiempos de cambios profundos. Cayó un paradigma y el nuevo está en construcción. Las demandas sociales se volvieron más pedestres, más inmediatamente materiales. La única urgencia es sobrellevar el día a día. Los grandes discursos, como el nacionalismo y el antiimperialismo, no seducen ni siquiera a los profesionales, espacio en el que algún despistado podría ubicar a los integrantes de las Fuerzas Armadas.
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Los resultados de las votaciones en las bases antárticas, por ejemplo, son una muestra representativa: triunfos arrasadores del mileísmo hoy y del macrismo ayer. No importa que la administración de LLA haya vaciado la obra social militar, que mantenga el crecimiento de los salarios de las fuerzas por debajo de la inflación o que se adquiera “nuevo” material bélico obsoleto. Tampoco importa que Milei se fotografíe envuelto en la bandera estadounidense o compungido con kipá en el muro de los lamentos. Hay un sesgo ideológico antipopular muy fuerte en la formación de las fuerzas armadas que supera todo lo demás.
Consignas de tercera posición como la vieja “ni yanquis ni marxistas” hoy son arqueológicas. Tan arqueológicas como “Argentina potencia”. El sentimiento o la idea de Patria es una rareza que se reserva para los eventos deportivos internacionales. Cuestiones como la sujeción por deudas a los organismos financieros o la descarada intervención estadounidense en la política interna no parecen importarle a nadie, salvo a un puñado de militantes. La globalización no es solo financiera, existe una aceptación tácita de la condición de periferia dependiente, de la idea de que la región está bajo la órbita estadounidense en la disputa contra China, aunque los vínculos económicos reales digan otra cosa.
En una suerte de posmodernismo tardío, las mayorías se volvieron reacias a los “grandes relatos” y desarrollaron un pragmatismo extremo. Ya no importan la Nación, ni la Patria, ni la independencia, alcanza apenas con que la economía no se desmadre. Al igual que en la primera década del siglo, es posible que se trate de una forma del estrés postraumático provocado por la alta inflación persistente. La remake del lema sanmartiniano sería “dame una economía tranquila, lo demás no importa nada”.
Los viejos progresismos tienen el desafío profundo de comprender que nada es estático, que el “homo economicus” en la era del capital quiere siempre más, que nadie vota por el agradecimiento de haber salido de la pobreza o por haber ganado dinero en el pasado, sino por lo que espera para el futuro. Si el progresismo transforma en clases medias a millones de pobres, esas nuevas clases votarán a quien le prometa bajar impuestos y no a las propuestas igualitaristas. Los progresismos generan el germen de su propia destrucción. Seguramente algún purista de la moral social hablará de desclasados y de olvidar los orígenes, pero el nuevo homo economicus es solamente práctico.
Este fin tardío de los grandes relatos viene a colación de más verdades que se quedan en la historia, como la que afirmaba que Argentina era el país más antiestadounidense de la región. Si así fuese cuesta entender que se haya incluido mansamente en el selecto grupo de naciones, junto a El Salvador, Guatemala y Ecuador, que fungirán de mascarones de proa de un mini ALCA redivivo, aunque todavía no guarde la forma de un acuerdo de libre comercio. Una subordinación que no se vende como el costo del oneroso salvataje electoral después de un programa económico inviable o como el precio a pagar por la ansiada tranquilidad económica, sino como si fuese un premio por la buena conducta de acompañar la política exterior del socio poderoso. Un socio del que además se depende financieramente, es decir con el que se tiene un poder de negociación absolutamente asimétrico. Del texto del pre acuerdo comercial difundido el pasado jueves surgen quince compromisos asumidos por Argentina, contra solo dos de Estados Unidos.
El balance preliminar no es para entusiasmarse. Décadas de estructuralismo latinoamericano para terminar festejando vender materias primas locales con aranceles de entrada apenas más baratos a cambio de desregular la entrada de las carísimas manufacturas estadounidenses, rechazando en el camino las chinas más competitivas y despidiéndose, quizá para siempre, de producciones locales dinámicas. En paralelo, toda la política comercial desarrollada en el Mercosur quedaría en veremos por un acuerdo unilateral de uno de los socios que resulta incompatible con la política común del bloque regional.
La realidad económica y la historia son contundentes. La primera fue repetida hasta el hartazgo, las principales exportaciones argentinas de base agraria, desde la soja hasta las carnes, son competitivas con las estadounidenses. Las muy relevantes industrias metálicas básicas, el aluminio y el acero, Aluar y Techint, también. La segunda, la historia, indica que uno de los principales reclamos de Estados Unidos siempre fue por la “propiedad intelectual”, las patentes. En caso de que estos reclamos terminen imponiéndose, se verían afectados sectores muy relevantes y dinámicos de la industria, competitivos y con proyección futura, desde la biotecnología a la farmacéutica.
Todavía falta conocer el contenido final de un acuerdo cuyas negociaciones comenzaron en julio, mucho antes de que sea socialmente evidente la fragilidad financiera del programa del tándem Milei - Caputo, pero en principio parece extraño que el círculo rojo del poder económico local, por más imbricado que esté con algunas firmas multinacionales y entusiasmado con la desregulación mileísta, acepte sin chistar un cambio en el statu quo que atente tan directamente contra su núcleo de negocios. Una cosa es la nueva indiferencia de las mayorías y otra la realidad del poder económico.-
