Desde la guerra en Ucrania, Europa dejó de producir y comenzó a importar. Desde entonces, China ocupó ese vacío. Pero ahora, en el marco de la escalada comercial y tecnológica con Estados Unidos, Bruselas busca redefinir su vínculo con Pekín. La reciente cumbre Unión Europea–China, celebrada el 24 de julio en Beijing, confirmó lo que ya es evidente: Europa no actúa, reacciona. El encuentro contó con la participación de Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, y Antonio Costa, presidente del Consejo Europeo, en representación del bloque, mientras que del lado chino encabezó las conversaciones el presidente Xi Jinping, junto al primer ministro Li Qiang y otros altos funcionarios del Partido Comunista Chino.
La Unión Europea se encuentra en un punto de inflexión. La visita no solo tuvo el tono tenso de las últimas reuniones bilaterales. Dejó expuesta una verdad más profunda: el continente se ha convertido en un espacio intermedio, subordinado a la lógica de competencia entre las dos principales potencias mundiales. El llamado enfrentamiento del G2 -entre Estados Unidos y China, no solo como Estados sino como redes de actores tecnológicos, económicos, políticos y militares- ya no es una disputa entre ellos, sino por los demás.
MÁS INFO
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Durante la cumbre, Europa reclamó "reequilibrar" su relación con China. El déficit comercial supera ya los 300 mil millones de euros (unos 327 mil millones de dólares) y el temor al ingreso masivo de productos subsidiados chinos de alta tecnología -como los vehículos eléctricos y paneles solares- generó medidas proteccionistas sin precedentes por parte del bloque. En respuesta, China inició investigaciones contra productos europeos, como el brandy francés, la carne porcina y los productos lácteos. La guerra comercial ya no se libra solo entre Washington y Pekín, Bruselas también se ha sumado al campo de batalla, aún sin mucha brújula propia.
En simultáneo, se selló un acuerdo clave entre Estados Unidos y China que impacta directamente sobre Europa. Altos funcionarios de ambos países se reunieron en Estocolmo, Londres y Ginebra, avanzando en una ronda de negociaciones técnicas que incluyó concesiones estratégicas: China acelerará las exportaciones de tierras raras -materiales esenciales para la producción de chips, baterías y equipamiento militar- hacia Estados Unidos, mientras Washington levantaría ciertas restricciones a la transferencia de tecnologías avanzadas, incluyendo chips de inteligencia artificial fabricados por empresas como Nvidia. El objetivo es evitar un colapso de las cadenas de valor críticas, manteniendo una competencia contenida.
Bruselas, en su propio extravío, renunció a los baratos recursos energéticos rusos y se comprometió a adquirir durante tres años petróleo, gas, combustible nuclear, semiconductores y gas licuado a Estados Unidos por un valor de 750.000 millones de dólares. Además, la UE invertirá otros 600.000 millones en infraestructura, energía y tecnología estadounidense. Si no cumple con estos compromisos, la administración Trump amenaza con imponer nuevos aranceles a productos europeos. Lo que parecía un acuerdo para estabilizar el vínculo transatlántico se ha transformado en una imposición geoeconómica.
La llamada “guerra de Ucrania” implicó, con el “blackout comercial” de la UE con Rusia, una ruptura estratégica en el rol histórico que jugó Europa en la configuración del orden mundial. A partir del conflicto, primaron los intereses atlantistas y el protectorado militar que los Estados Unidos ejerce desde la OTAN, y fueron desplazados los actores interesados en construir una “autonomía europea” y, con ello, una noción mínima de promoción de la integración euroasiática.
Esta orientación había alcanzado su punto más alto en la primera década del siglo XXI bajo el nombre de “Chinlemania”, como la bautizó el analista Martin Wolf del Financial Times. Esa etapa estuvo marcada por una intensa colaboración tecnológica, inversiones cruzadas entre empresas insignia -como Siemens, Volkswagen, Huawei o Tencent- y una creciente dependencia europea del dinamismo manufacturero del gigante asiático. Hoy, ese paradigma está en crisis.
MÁS INFO
Evidentemente, un cambio en las correlaciones de fuerza al interior de la Unión Europea se consolidó con el retiro de Angela Merkel en 2021, tras dieciséis años como canciller de Alemania. Durante su gestión, Berlín supo ejercer un liderazgo que combinaba pragmatismo económico y cierta independencia europea en materia de política exterior, apostando a un modelo que incluía un lento, pero decidido proceso de integración euroasiática, promoviendo la asociación energética con Rusia y la expansión comercial con China. Con la llegada al poder del socialdemócrata Olaf Scholz y el nuevo gobierno de coalición encabezado por el SPD, Alemania reorientó su estrategia: abandonó el rol de mediadora mundial, y se alineó más estrechamente con los intereses del globalismo angloamericano, algo que pareciera continuar el actual canciller, Friedrich Merz. Este giro geopolítico implicó estropear el vínculo con Moscú -que garantizaba energía barata y estable para la industria europea- y el progresivo deterioro de las relaciones con Beijing, bajo permanente concesión a las presiones de Washington.
La guerra en Ucrania, desatada en febrero de 2022, cristalizó este nuevo momento histórico. Su consecuencia más profunda fue la renuncia tácita de Europa a toda pretensión de soberanía económica continental: el motor industrial del continente -que otorga vida al proyecto estratégico germano-francés que conduce la UE- quedó subordinado a una lógica externa, dictada por las prioridades de seguridad y contención definidas desde Washington y administradas desde Bruselas. En este marco, quedaron atrás las aspiraciones esbozadas por Angela Merkel y Emmanuel Macron de constituir un ejército europeo, anunciadas en noviembre de 2018 durante los actos por el centenario de la Primera Guerra Mundial. Aquel proyecto, que implicaba una posible ruptura estratégica con la OTAN, hoy resulta impensable en un contexto de creciente dependencia militar y energética respecto de EEUU.
La paradoja es evidente: mientras Europa busca diversificar fuentes y proveedores, termina atándose aún más a Washington. La autonomía estratégica europea, tan proclamada desde Berlín o París, aparece cada vez más lejana. En los hechos, Bruselas acepta jugar en el tablero como una pieza de segundo orden, bajo reglas que no fija, y con márgenes de acción cada vez más estrechos.
En ese marco se entiende que Ursula von der Leyen y Antonio Costa aprovecharon la cumbre en Beijing para solicitar a las autoridades chinas que intercedan ante Moscú en la guerra de Ucrania, apelando a su cercanía diplomática con Moscú. Sin embargo, ese gesto contrastó con el silencio vergonzante que mantuvieron frente a la situación en Medio Oriente, donde la ofensiva israelí sobre Gaza -con respaldo explícito de Washington- ha generado estupor en los pueblos del mundo por su carácter abiertamente genocida. La doble vara moral de la dirigencia europea no solo debilita su legitimidad internacional, sino que confirma su pérdida de autonomía estratégica: pide a China lo que no se atreve a exigir a Estados Unidos.
China, por su parte, continúa utilizando su control casi monopólico sobre la cadena de producción y refinado de tierras raras y litio como una palanca estratégica. Entre el 60 y el 90% del procesamiento mundial de estos materiales -según el tipo- depende de la República Popular. Esta ventaja le permite condicionar exportaciones, imponer licencias y negociar desde una posición de fuerza. A Europa le cuesta cada vez más acceder a estos insumos, claves para sostener su industria tecnológica, automotriz y energética.
Frente a este escenario, la reciente cumbre UE-China podría leerse como el último intento europeo de recuperar protagonismo. Pero más allá de los gestos diplomáticos, el continente aparece atrapado. No lidera ni regula: adapta. Sus industrias dependen de China; su seguridad, de Estados Unidos. Y su capacidad de negociación se ve doblemente condicionada por esta estructura de dependencia cruzada.
Con más de medio siglo de historia, las relaciones entre China y la UE habían evolucionado desde unos contactos iniciales tentativos hasta convertirse en una de las asociaciones bilaterales más influyentes del mundo. El comercio anual pasó de apenas 2.400 millones de dólares en 1975 a 785.000 millones en 2024, siendo China el mayor socio comercial del bloque desde el año 2020. Además, la red ferroviaria euroasiática ya conecta 229 ciudades de 26 países europeos con centros industriales chinos. Es un vínculo económico profundo, construido en décadas. Pero hoy, la geopolítica pesa más que las cifras.
Allí, Alemania, Francia, Italia, España y Polonia, los países más grandes de la Unión, no comparten una única visión del vínculo con China. Mientras Alemania mantiene inversiones millonarias en el mercado asiático, Francia presiona por más proteccionismo y los países del este, con Polonia como actor relevante y con Rusia como su principal preocupación, alinean sus prioridades geopolíticas con Washington.
Europa enfrenta un dilema estructural: seguir anclada a una alianza atlántica cada vez más exigente o ensayar una soberanía real en un mundo fragmentado. La cumbre de Pekín mostró que, hasta ahora, la opción es la primera. La subordinación es evidente. En un escenario dominado por el enfrentamiento del G2, Europa ha dejado de ser actor para convertirse en terreno de disputa.