La política, al igual que todos los ámbitos de la existencia, no está exenta de estereotipos. Por ejemplo, entre cientos de películas de la CIA y toneladas de lecturas sobre el Deep State, el Estado profundo que maneja los hilos de todo lo que se mueve, era posible imaginar que la política exterior de la todavía primera potencia mundial era especialmente sistemática y elaborada, un escenario en las antípodas de la simple voluntad de un Presidente con escasa formación, aunque con probada capacidad para ganar dinero surfeando sobre las reglas del sistema.
En esta línea de improvisación, la semana que pasó fue una nueva muestra de algo que ya fue dicho en este espacio, que la lumpenpolítica también podía ocupar el centro mismo del poder global. A medida que transcurren las semanas la política del garrote arancelario comienza a evidenciar no sólo su completa improvisación, sino especialmente su ineficacia y la posibilidad cierta de transformarse en un verdadero búmeran. Si bien todavía quedan muchos países vasallos dispuestos a “besarle el trasero” al poderoso, no fue el caso de China, que no sólo se plantó como potencia emergente, sino que demostró ser el reverso de la improvisación estadounidense. A diferencia de todo lo que salió de la Casa Blanca en las últimas semanas, la potencia asiática parece haberse preparado largamente para enfrentar la guerra o, mejor dicho, la algarada trumpista.
El estilo de golpear para negociar, sumado al palo sin zanahoria para todo el mundo, fue un garrote que rebotó. En los últimos días se pudo observar a un Trump retrocediendo. Mientras afirmaba frente a la prensa que mantenía un diálogo cotidiano con su principal adversario, desde China lo negaban. Pero no fueron solo dimes y diretes. Mientras China devolvía compras de aviones Boeing, cortaba las importaciones de soja y limitaba exportaciones estratégicas, Trump anunciaba que podría reducir los absurdos aranceles de tres dígitos que el mismo había escalado en modo bravucón. Además, fueron los propios supermercadistas estadounidenses quienes le advirtieron a su presidente sobre una potencialmente catastrófica escalada en los precios de todos los productos.
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Trump no solo parece estar perdiendo la disputa arancelaria, sino que todavía tiene más para perder si insiste con su postura aislacionista. Todas las “malas” predicciones que se hicieron al principio están sucediendo, en particular comenzaron a reconfigurarse rápidamente las alianzas en Asia y hasta la propia Europa evalúa reorientarse comercialmente hacia el este. Los aranceles parecen más funcionales a los planes de China que podría consolidarse más rápidamente en su área de influencia, a la vez que Estrados Unidos se debilita en las propias. Y la amenaza real es que, si los líderes políticos demoran decisiones, las voluntades serán moldeadas por otra herramienta más instantánea y poderosa: los precios. Nadie, en ningún lugar del planeta, pero tampoco en Estados Unidos, aceptará mansamente pagar los mayores precios emergentes de los aranceles. Y mientras los mayores precios, la caída del comercio, la baja de las cotizaciones bursátiles de las empresas y la amenaza de recesión son un dato del presente, la promesa de la improbable reindustrialización es, por definición, un proyecto de muy largo plazo que ni siquiera parece estar diseñado. Mientras tanto, para el camino, Trump solo ofrece dudas y un comportamiento errático e impredecible.
Sin embargo, el presente muestra también una dimensión que, por lo menos para los cientistas sociales, es fascinante: se asiste a una etapa de transición hacia un mundo de hegemonías dispersas, o “fragmentadas”, como las define Juan Gabriel Tokatlian, con transformaciones aceleradas, pero en el que Estados Unidos, sin ser una potencia decadente, perdió la primacía que disfrutó desde la segunda posguerra. La propia guerra arancelaria es una muestra de su impotencia global, porque puso en evidencia que su mercado, sin haber perdido relevancia, ya no es lo suficientemente importante a escala planetaria, por eso su única alternativa parece ser, en la práctica, volcarse sobre sí mismo y sobre sus viejas áreas de influencia regional, a las que sólo decidió castigar con el 10 por ciento de arancel. Para China, en tanto, incluso la pérdida total del mercado estadounidense es subsanable en el mediano plazo. No por quedarse sin este mercado dejará de ser una locomotora productiva. En el peor de los casos se frenarán levemente sus tiempos, pero su modelo de desarrollo capitalista ya demostró ser superior al occidental, al menos lo suficiente como para estar ganando la carrera.
En el nuevo escenario Argentina parece haber elegido la peor inserción. La primera razón es archiconocida, su economía es competitiva con la estadounidense. Las exportaciones locales compiten en el mundo con las de la potencia hemisférica. El presente sería, por ejemplo, una gran oportunidad para profundizar en la provisión de materias primas y sus derivados a China, que es la posibilidad más a mano que se tiene para comenzar a recuperar el desarrollo. Esta sería una salida genuina para las restricciones que hasta hoy le impiden al país recuperar genuinamente la estabilidad macroeconómica, es decir para salir de la restricción externa y reconstruir su moneda.
Pero al mismo tiempo, para el modelo elegido por La Libertad Avanza, la alianza ciega con Estados Unidos resulta esencial. Así lo demostró la reciente decisión estadounidense de que el FMI le vuelva a otorgar al país un nuevo crédito multimillonario e impagable. Y tras el crédito, que profundiza la dependencia y la pérdida ad infinitum de los grados de libertad de la política económica, el mileísmo volvió a más de lo mismo: a utilizar el endeudamiento para sostener un tipo de cambio ficticio como principal ancla antiinflacionaria. Todo funciona “como sí” la necesidad de haber recurrido al FMI no hubiese existido, “cómo sí” el multimillonario déficit por turismo no importase, “como sí” 10 meses seguidos de déficit de la cuenta corriente cambiaria fuesen inocuos. Dicho de otra manera: todos los indicadores que realmente importan de la economía están en rojo y el modelo solo se sostiene tomando deuda. La ficción financiera es absoluta y toda la profesión de economistas locales finge demencia. Todos parecen seguir “sacándose el sombrero por la salida (parcial) del cepo” mientras festejan la destrucción de lo que queda del Estado. Todo funciona “como sí” la historia no existiese. -