Entre quienes siguen de cerca el devenir de la economía y no comparten la visión del actual gobierno, se reproduce una sensación de desaliento centrada en la repetición de procesos históricos. No es difícil leer la historia económica local como una analogía del mito de Sísifo, con su repetición infinita de tránsitos sobre la misma pendiente. Aunque con diferencias de grado y contexto, los parecidos entre las experiencias de la política económica de la última dictadura, el menemismo, el macrismo y el presente no son difíciles de encontrar.
Cualquiera que vuelva a detenerse en la vida cotidiana, visiones y valores que emergen de la película “Plata Dulce”, de Fernando Ayala, que satiriza las consecuencias sociales de la política económica de José Alfredo Martínez de Hoz, experimentará esta sensación. La contradicción entre lo nacional y lo importado, entre producir y la “plata dulce” de la renta financiera y el dólar barato no tienen nada de nuevo. Tampoco sus efectos sociales. Todos estos procesos históricos tienen puntos en común, momentos de apreciación cambiaria que generan un efecto transitorio de “plata dulce” y que inevitablemente se expresan en una secuencia de tres etapas: aparición de déficit en la cuenta corriente del Balance de Pagos, endeudamiento en divisas para financiarlo y un corolario de crisis externa con devaluación caótica. Siempre sucedió y no sólo se plasmó en el arte, de ello también se ocupó la academia. Un ejemplo, entre tantos y para citar algún ordenador, es el paper de Carmen Reinhart y Carlos Végh (1999) “¿Las estabilizaciones basadas en el tipo de cambio conllevan las semillas de su propia destrucción?” Recorrer sus pocas páginas tiene el mismo efecto que ver el film Plata Dulce: ver el devenir inevitable de las relaciones causa efecto de la apreciación forzada.
¿Y por casa cómo andamos? Siempre es más fácil ver la paja en el ojo ajeno, lo que lleva a soslayar las reiteraciones históricas de los gobiernos nacional populares. Una de estos procesos que no funcionaron, pero que se repitieron y amenazan con volver a repetirse, es la perspectiva acrítica sobre la Industrialización Sustitutiva de Importaciones, más conocida como “la ISI”. Estrictamente hablando, la ISI es una de las etapas históricas del desarrollo económico local, la que va desde el agotamiento del modelo agroexportador, que puede fecharse en torno a 1930, hasta mediados de los años ’70, cuando inicia la hegemonía neoliberal. Siempre en perspectiva histórica la ISI surge y se sostiene en períodos de “crisis en el centro” que afectan el flujo de manufacturas del mercado global, en concreto, las dos grandes guerras mundiales del siglo pasado, lo que indujo a países como Argentina a fabricar lo que se dificultaba importar, “sustituir importaciones”. En pocas palabras, existía un incentivo económico muy poderoso para hacerlo. Finalizada la segunda guerra, ya sin crisis en el centro y reestablecido el flujo de mercancías en el marco del inicio de la “era de oro” del capitalismo, se recordó una vieja teoría de fines del siglo XVIII y principios del XIX, la de “la industria naciente”. Muy brevemente la teoría sostenía que las industrias nacientes necesitaban asistencia y protección arancelaria hasta llegar a su etapa madura, es decir hasta poder participar en igualdad de condiciones en la mítica “libre competencia” en el mercado (Al parecer al Donald Trump tardío alguien le habló de Alexander Hamilton). En su origen fue un debate contra el liberalismo clásico, pero tras la segunda guerra, ya en el marco de la guerra fría, la teoría fue recuperada para justificar la asistencia a los países en vías de desarrollo elegidos por Estados Unidos para desarrollarse. De todas maneras, la justificación de la industria naciente, que es absolutamente válida, es la que se encuentra por detrás de cualquier “régimen de promoción industrial” que, contra sus detractores del presente, no es mala palabra. No obstante, la promoción siempre tiene un costo además de fiscal, para los consumidores. Es una concesión que se le hace a la industria (y a sus propietarios) y que se supone debe tener una contrapartida temporalmente acotada y medible, por ejemplo, el cumplimiento de metas de desarrollo. Una promoción que dure medio siglo, como el régimen fueguino, solo puede justificarse por razones extraeconómicas, como por ejemplo la soberanía. Sin embargo, la geopolítica no alcanza para justificar transferencias de medio siglo que favorecen a unos pocos en detrimento de millones de consumidores y de los costos de producción del conjunto de la economía. Se trata de un problema que, como tantos otros, debió ser abordado racionalmente por los gobiernos nacional-populares.
Pero la crítica a la ISI que realmente importa no es un caso puntual, tampoco es una crítica general a los regímenes de promoción industrial. A mediados de los años ’60 del siglo pasado, es decir en pleno auge de la ISI, muchos economistas estructuralistas ya advertían sobre sus limitaciones, desde Raúl Prebish a María Tavares, pero también otros a mitad de camino entre la ortodoxia y el estructuralismo, como Carlos Díaz Alejandro. Esta crítica destacaba desde los problemas para superar la ineficiencia y alcanzar productividades medias, hasta la falta de articulación sectorial y, especialmente, la generación de una estructura productiva desequilibrada (con distintas productividades sectoriales) y, como resultado general, problemas de estrangulamiento externo por importación de insumos y falta de capacidad exportadora. El resultado más conocido era una macroeconomía insostenible y los ciclos de “stop & go”.
Sin embargo, el golpe de gracia para la ISI no residió en sus inconsistencias internas, sino en los cambios productivos a escala global. El tema es largo, pero se sintetiza rápido por la vía del desarrollo de las cadenas globales de valor, cuyo dato central es que cambiaron las escalas de la producción de casi todos los bienes. Los aumentos de escala, más allá de la mala crítica que reciben sobre concentración y oligopolios, suponen una baja en los costos de producción, lo que vuelve inviables las escalas más pequeñas. Parte del éxito del capitalismo asiático, por ejemplo, se basa no solo en la productividad, sino precisamente en las posibilidades de escalas que brindan sus mercados inmensos. Se entiende entonces que sustituir productos industriales estándar para mercados pequeños se vuelve inviable económicamente. El fin de la ISI en Argentina no fue solo la consecuencia de la lucha de clases plasmada por la última dictadura, sino que se debió especialmente a los cambios en el modo de producción del capitalismo a escala planetaria. Pensar que hacer política industrial en Argentina es sostener regímenes de apoyo a commodities industriales con alto contenido importado y escaso valor agregado se parece mucho a repetir políticas que no solo ya fracasaron en el pasado, sino que posibilitan también situaciones de extracción de renta para algunos “industriales”.
Como conclusión cabe preguntarse por qué importa en el presente la crítica de la ISI, cuando es evidente que desde mediados de los ’70 ya no es el modelo hegemónico. La razón se debe a que la derecha extremista hoy gobierna no por haberle ofrecido a los electores un modelo de desarrollo, sino porque canalizó el rechazo al peronismo/kirchnerismo tras el fracaso que se consolidó en 2019-23. Sin advertir la profundidad de este rechazo, buena parte de la dirigencia que dejó el poder en diciembre de 2023 intuye que el modelo de dólar barato es insostenible y cree que solo debe sentarse a esperar que todo estalle, momento en que la sociedad volverá a buscarlos. Luego, llegado tal momento, solo se trataría de volver a un imaginario modelo industrialista que, sin mayor necesidad de aumentar exportaciones, consistirá en alguna forma de promoción de la industrialización sustitutiva con una visión mercado internista. De esto se habla, por ejemplo, cuando se reivindica “volver a Perón”, quien elaboró su pensamiento económico en tiempos de la ISI. Desde entonces, el capitalismo se transformó radicalmente. El deber de cualquier militante político que siga teniendo como norte las tres banderas del peronismo, no es volver a las ideas económicas que sostuvieron la ISI y su estructura de clases, sino pensar con creatividad y sin ataduras conceptuales cual puede ser el modelo de desarrollo de un gobierno nacional popular frente a los cambios del capitalismo global y, especialmente, frente a la nueva heterogeneidad de la estructura social, donde no predomina precisamente “el obrero en la fábrica”. La “actualización doctrinaria” empieza por no repetir los errores del pasado.