La corrupción en la política siempre se disfrazó de estrategia de financiamiento. Las campañas electorales son caras y los métodos de aportes voluntarios a la causa no siempre son transparentes, ni suficientes.
En el sistema capitalista los retornos son la norma de casi cualquier circuito comercial, algo que seguramente conoce, por ejemplo, cualquier proveedor de grandes supermercados. “La mía”, “la tuya”, “el fi”, las denominaciones abundan. Quien ocupa un lugar donde sus decisiones puede trabar o agilizar la circulación del capital sabe que, si su ambición es mayor a su ética, siempre podrá acceder al cobro de un peaje, a su parte. Así funciona “el sistema”, por eso el que conecta las dos puntas de una operación, a la oferta y la demanda, cree que tiene una suerte de derecho natural a una comisión. Finalmente, esta es la esencia del capital comercial, quedarse con una diferencia entre la oferta y la demanda, y no hay mayores razones para cuestionarla. Como dice el señor Presidente, son asuntos entre privados.
Pero todo cambia cuando las transacciones ocurren en el ámbito de la cosa pública. “La mía y la tuya” ya no se consideran derecho natural. Parte del problema es el mismo, el poder que emerge de ocupar lugares donde se puede facilitar u obstruir la circulación del capital. Luego, al beneficio privado que puede obtenerse por esta capacidad de decisión sobre la circulación, se suman los derivados de la lucha por la captura de porciones del Estado, lucha que permite acceder a una nueva fuente de recursos, la salarial. Aquí vuelven a entrar la ambición y la ética. Conducir una porción del Estado es parte de la gestión política. No tiene relación alguna con la corrupción. También es normal que esa conducción, como todo ejercicio del poder, se ejecute en red. Nadie gobierna en soledad, sino que lo hace con su organización. Quien ingresa a la conducción de una parte o de la totalidad del Estado necesita ser acompañado por sus colaboradores.
Hasta aquí todo parece normal, los problemas, como se adelantó, aparecen cuando parte de la masa salarial se destina al financiamiento de la organización política. Este puede ser un proceso voluntario, de adhesión de cada parte al financiamiento de su espacio, o una estructura deformada y corrupta, como puede ser el acceso a un cargo a cambio de un porcentaje del ingreso o de un peaje. Fueron numerosos, por ejemplo, los casos de funcionarios (de distintas organizaciones, nacional-populares y liberales, de derecha y de izquierda) que utilizaron su capacidad de nombramientos para hacerse de una porción del ingreso de sus colaboradores. La excusa suele ser el financiamiento de la organización, pero nunca faltan las personas humanas que resultan más financiados que otras.
No hablamos aquí de fenómenos locales, la lucha contra la corrupción habilitada por la posesión de poder político es un fenómeno tanto global como histórico, así como un problema de cualquier organización. Siempre que hay muchos individuos puede esperarse que no todos sean honestos, por eso se desarrollaron los sistemas de control, los premios y castigos, sociales y penales. Y a mayor poder, mayor capacidad de obtener “financiamiento”.
Esta movilización de recursos espurios se puede ejercer de dos maneras, una más evidente que otra. La primera es por la doble vía detallada del acceso a una porción de la masa salarial estatal y por la intermediación en la circulación del capital. La segunda es la corrupción de la que menos se habla, la que no aparece a simple vista y que resulta más difícil de identificar como tal, la corrupción que podría denominarse estructural o sistémica. Ejercer poder político significa decidir sobre la asignación de recursos económicos, no solo los del presente, sino también los del pasado y del futuro. Una privatización, por ejemplo, decide sobre recursos pasados, la toma de deuda lo hace sobre recursos futuros. Estas decisiones pueden tomarse en beneficio de las mayorías y de la construcción de un proceso de desarrollo, o bien para favorecer a minorías privilegiadas o a poderes del exterior. En este último caso, se está claramente frente a un uso espurio del poder que, sin embargo, no suele identificarse como corrupción en sentido estricto y, en consecuencia, escapa a la sanción penal y, como lo demuestra la historia de reincidencias locales, también a la sanción social. Y no solo eso, muchos de quienes beneficiaron a minorías privilegiadas y a poderes del exterior suelen reaparecer en la vida pública como si nada hubiese sucedido, hasta como presuntas eminencias. Dicho de otra manera, quedarse con algunos cientos de miles de dólares por intermediar transacciones desde un lugar de poder resulta, tanto para la sociedad como para el sistema penal, mucho más grave que endeudar al país por generaciones, dilapidar el capital social acumulado y destruir o dejar de amortizar la infraestructura pública.
Pero regresemos a la corrupción más pedestre, la del primer tipo, la de la intermediación en la circulación y la de la apropiación de porciones de la masa salarial estatal. Si se sigue el discurso libertario, una de sus promesas centrales, luego de la reducción de la inflación, fue que terminaría con la corrupción. La forma no sería eliminando la voluntad de intermediar de los agentes públicos “más ambiciosos” reemplazándolos por nuevos agentes impolutos y pletóricos de ética, sino simplemente eliminando todo aquello que demandara intermediación. Si la corrupción es en la obra pública, lo que se elimina es la obra pública. Si hay un problema en el sistema de salud pública, se destruye la salud pública. Generalizando, si existe corrupción en el Estado, lo que debe eliminarse es el Estado. Si por la persistencia de la alta inflación la economía pierde su moneda, lo que debe eliminarse es la moneda propia para reemplazarla por una extranjera. Resulta notable que la sociedad haya comprado estas soluciones infantiles, por no decir ridículas, lo que seguramente será motivo de análisis para las próximas generaciones de cientistas sociales. Lo que es seguro es que los costos que se pagarán cuando llegue el inevitable momento de la reconstrucción serán altísimos, tanto en tiempo como en recursos.
Pero más allá de las soluciones infantiles que se proponían desde los paneles televisivos y que llegaron al poder, el Estado, aunque deje de cumplir muchas de sus funciones esenciales, sigue y seguirá existiendo. Y si el Estado existe también sigue existiendo la posibilidad de apropiación salarial y de intermediación en la circulación. Aquí aparece otro problema mileísta central, el de la lumpenpolítica. La mal llamada “casta”, el gran hallazgo discursivo de los prototeóricos en los que se inspiró La Libertad Avanza, es también un conjunto de políticos y funcionarios profesionales que hicieron carrera en el Estado y que aspiran a seguir haciéndola. Su propio futuro está directamente comprometido con el buen funcionamiento del aparato estatal. Ello sugiere que los sistemas de premios y castigos, sociales y penales, funcionan como límite. Pero si parte de esta “casta” resulta reemplazada por un conjunto de recién llegados, con escasos y mayormente nulos antecedentes en el manejo de la cosa pública y el aparato de Estado, sin historia en sus relaciones con la sociedad civil, con certeza de que arribaron de casualidad y, en consecuencia, con conciencia de transitoriedad, las posibilidades de una profundización de la corrupción del primer tipo, como está sucediendo, se potencia. Mucho más si desde el vértice superior del Estado la orden para esta lumpenpolítica es robar para la corona. Imagine el lector si las encuestas tienen alguna razón y los poderes legislativos siguen repoblándose por este nuevo lumpenaje cuyos méritos son alguna fama en ámbitos extrapolíticos o, en el caso de las señoritas, la belleza física con prescindencia de los antecedentes intelectuales, por decirlo de alguna manera.
El abismo al que se asoma la sociedad es que las dos principales promesas del mileísmo, las luchas contra la inflación y contra la corrupción, comienzan a mostrar límites muy evidentes. La precariedad del plan económico, la evidente mala praxis del Presidente en la materia y las dificultades crecientes para sostener el precio del dólar llevaron a intentar la opción de concentrar el discurso electoral en la anticorrupción. La campaña para las elecciones de medio término dejó de lado el primigenio discurso anticasta y las promesas incumplidas de mejora económica para recaer en el antikirchnerismo más rancio, una suerte de regreso a 2015 como si la última década y dos años de gobierno libertario no hubiesen existido. Ante la falta de resultados económicos se optó por la bravata honestista, pero con tanta mala suerte que sucedió en coincidencia con el destape de la proliferación a gran escala de la corrupción propia, disparada a partir de la estafa del libra gate. Esta semana, la escandalosa explosión mediática de los retornos en el área de Discapacidad, en paralelo con su vaciamiento, puso en evidencia un verdadero modus operandi libertario de extracción del excedente con terminales en la hermandad presidencial. La conclusión preliminar es que, en adelante, al gobierno no solo le será difícil alzar la bandera de un supuesto éxito económico, sino que su propia corrupción ocupará el centro del debate público.