Anomia, náusea, desaliento y desencanto electoral

Las elecciones del 18 de mayo en la Ciudad de Buenos Aires al igual que las elecciones provinciales que le precedieron, configuran una tomografía de la anomia, la náusea ante lo político, y el consecuente desaliento y desencanto. La historia del nazi-fascismo se repite, y la tragedia es mayor. El descontento con la democracia y el Estado de Derecho llevan a un nihilismo de dejar hacer.

20 de mayo, 2025 | 17.10

Las elecciones del 18 de mayo de 2025, para renovar la mitad de los integrantes de la Legislatura de la CABA, al igual que las elecciones provinciales que le precedieron, configuran una tomografía de la anomia, la náusea ante lo político, y el consecuente desaliento y desencanto.

En efecto, la principal herramienta que tiene el pueblo de la Nación para expresar la voluntad popular, que es el voto para ungir a los representantes del pueblo, sea de la nación o de las provincias, ha caído en un pozo de desaliento y desencanto, frente a la náusea que provoca la política y muy especialmente la situación de la economía familiar; a lo que se suma el padecer la anomia reinante. En efecto, ya no hay políticas que entusiasmen, el escenario de la política ya no es la elección de los programas partidarios, sus figuras con trayectoria pública, o la del grado de participación de las grandes mayorías populares en la determinación y contenido de dichos programas, y la promoción de figuras con compromisos claros con el programa político.

Lamentablemente, la pervivencia de lo dispuesto por el art. 22 de la C.N., en cuanto a que el pueblo no delibera ni gobierna, sino a través de sus representantes, cláusula que por integrar la parte dogmática de la C.N., se declaró “intocable” en la Reforma Electoral de 1994, lo que impidió avanzar en el herramental de una democracia participativa. Sólo la incorporación de la consulta popular y de la iniciativa popular, con porcentuales de admisibilidad muy exigentes, determinaron el escaso o nulo uso de los instrumentos de participación.

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Al pueblo le queda el derecho de peticionar, de manifestarse en las protestas públicas, y –aunque poco se lo invoca-, en el ejercicio del derechos de resistir los actos de violencia institucional, contenido en el nuevo art. 36 de la C.N., “Deber de obediencia a la supremacía constitucional”. Nos hemos cansado de pregonar que hoy la protesta es ejercicio del derecho de “resistencia” frente a los actos de violencia institucional.

Claro, lo que se ve y se siente en la anatomía humana, es la brutal represión de toda manifestación de disconformidad. Con el pretexto de preservar el tránsito urbano –paradojalmente interrumpido por las legiones de integrantes de las fuerzas de seguridad y policiales, dotados de un armamental que debiera reservarse para cuando se trata de nuestra soberanía territorial, y no para castigar los cuerpos de los manifestantes, amparados por cláusulas constitucionales y convencionales. No tenemos un Gobierno concernido por el bienestar general, como lo preconiza el preámbulo constitucional; lo que se tiene –“padece” debiera ser el término adecuado- es la sevicia del aparato represivo de Estado, alimentado por protocolos groseramente inconstitucionales y amparados por una administración de justicia, a la que no se puede nominar con el título constitucional de Poder Judicial de la Nación, que siempre endereza contra los manifestantes, no así contra las bestias cebadas de la represión, epifenómeno, ellos, de lo que la ficción de los “comics” nominaría como “tortugas ninjas” o “robocops”.

Y es en esa circunstancia, de inexistencia de un vínculo de correspondencia  bi-unívoca entre el pueblo y sus representantes, que cunde, en el pueblo, el desaliento y la sensación de vivir en la anomia. No hay institucionalidad, sólo una relación, violenta, de mando y obediencia.

Sostengo, con toda convicción, que si no se recupera y ejerce, conforme el principio de soberanía del pueblo, el Estado de Derecho, sucumbe la institucionalidad y los valores-ideas-normas de la soberanía política, la independencia económica y la justicia social.

Los votantes prefieren el riesgo de una hipotética sanción de la Justicia Electoral, por no cumplir con su deber cívico, porque esa ausencia está señalando que, cuantitativamente, el único ganador de las compulsas electorales ha sido el ausentismo.

La pérdida del sentido de la institucionalidad y la angustia derivada de la situación de empobrecimiento, circular y acumulativo, con cada medida que impone el Gobierno Nacional, y que responde, causalmente, al poder económico financiero extra-territorial, llevan al imperio de la anomia; también de la desuetudo (pérdida de imperatividad por la inaplicación de las normas generales).

Estamos en un Estado caciqueril, y el escenario es caótico y perverso; la utilería del plató exhibe a un ser enfermizo, moviendo brazos y gritando desafíos pueriles, de capanga, amenazando con perseguir a los personeros de las respectivas fuerzas políticas, a los periodistas independientes, y a todo aquél que se aparte del “führerprinzip”. La política ha sido usurpada; los partidos políticos tradicionales se aferran a su historia, pero no pueden conjurar el presente; están sorprendidos e inermes. La historia del nazi-fascismo se repite, y la tragedia es mayor. El descontento con la democracia y el Estado de Derecho llevan a un nihilismo de dejar hacer, no sea que endeudarse termine siendo un acierto, que total será problema de otras generaciones; que no vale cuidar la naturaleza, porque lo que importa es la explotación sin otros miramientos que no sean la ganancia inmediata; como que si los que estuvieron fracasaron, y lo del bienestar general no es más que grandilocuencia de una leyenda indocum0entada; entonces, porqué no agarrar una motosierra y destruir la división de poderes y la supremacía de la regla de derecho.

La “mano invisible” del mercado, que dicho sea al pasar, sólo es mencionada una vez en la obra mayor de Adam Smith, es la regla infalible para todo problema económico y social; dejar hacer, dejar pasar, esa es la única ley suprema, investida de los “poderes del cielo”.

Concluyo este ensayo dirigiéndome a todos los que no votaron, por hastío y pérdida de la fe en el Estado de Derecho y los Derechos Humanos. Les reporto que el programa político que tendrá que ser portado por el bloque hegemónico de las grandes mayorías populares, ha de tener su anclaje institucional, para abordar lo socio-económico, en la conjunción de la supremacía constitucional y de los derechos humanos. Allí se encuentra el reservorio del humanismo real y la vida digna. Hagámoslo operativo.