La política exterior argentina viene padeciendo un deterioro visible, mirada desde el punto de vista de nuestra relación con los países de la región: Milei y su gobierno militan abierta y sostenidamente en la dirección de ese deterioro. Podría decirse que ningún gobierno nacional de los últimos tiempos había dado muestras tan evidentes de indiferencia en la materia. El viraje no ha sido públicamente explicado ni siquiera se ha hecho explícito, de modo que pudiera aprovecharse para una discusión pública. El nivel de compromiso con el Mercosur y con el conjunto de las iniciativas dirigidas a intensificar la colaboración política en nuestra región ha caído hasta desaparecer del centro de la escena pública. Puede reconocerse que en esta deriva hay una débil implantación del tema en el terreno de la opinión popular; pero no basta este señalamiento para explicarlo y para pensarlo: las cuestiones de la integración regional requieren mayor reflexión.
La Argentina pasó hace relativamente poco tiempo por la experiencia de la celebración de su bicentenario como nación independiente, y la ocasión permitió un momento de entusiasmo que, en este caso, contó con grandes e importantes manifestaciones de masas en las que la unión regional adquirió rangos de popularidad inusuales.
¿Es casual el momento de visible decaimiento que sufre el tema entre nosotros? Claramente no lo es. El propio gobierno ha dado en este tiempo muestras de profunda indiferencia a este respecto: la dimensión regional de nuestra "patria chica" dejó de ser un tema central. Milei y su gobierno han militado abiertamente a favor de ese debilitamiento simbólico y práctico, y las fuerzas de mayor compromiso con la unión regional no han tenido suficiente energía en su defensa y preservación. La explicación de este proceso debe intentarse de modo que no se limite a registrarlo, sino que profundice en sus causas. Entre estas debe ponerse en primer plano la cuestión ideológica: no es casual este giro hacia la indiferencia por parte de las élites argentinas y para nada sorprende la conducta gubernamental. Está muy clara —y nadie parece interesado en refutarla entre las actuales élites de gobierno—: el signo característico que define a las actuales autoridades es el del alineamiento con la política exterior de los Estados Unidos, el regreso explícito a las “relaciones carnales” que protagonizó y celebró el gobierno de Menem.
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Ahora bien: ¿es importante la cuestión, más allá del interés que puedan tener en ella sectores nunca masivos ni mayoritarios de nuestra población? La pregunta oculta otra que acaso sea la verdadera cuestión: ¿solamente son importantes las cuestiones que interesan cotidianamente a las mayorías? Fue en 1982 que los argentinos y argentinas experimentamos esta cuestión y lo hicimos dramáticamente. Estalló la guerra y lo que hasta entonces había sido una vaga noción de pertenencia nacional, factible de ser agitada políticamente sin mayores repercusiones, pasó a ser un tema capital: murió mucha gente por su causa. Y la cuestión Malvinas no volvió a desaparecer de la agenda, por más que no volviera a tener la misma intensidad que la tragedia de entonces.
¿Es buena la presencia de la cuestión Malvinas entre nosotros a pesar de la falta de consecuencias que siguen sufriendo nuestros reclamos soberanos? Lo es a tal punto que en su vigencia se apoya un pilar de nuestra identidad política. Y no debería extrañar a nadie: la idea de patria y de pertenencia nacional es parte sustantiva de nuestro ser como colectivo popular, a tal punto que nuestro “ser en el mundo” resulta incompleto sin ese componente. Con frecuencia estas cuestiones se reducen a su dimensión militar, a la capacidad de defender nuestro territorio y nuestra decisión de hacerlo al precio que sea necesario. Pero no se trata solamente de la defensa ni solamente se expresa con las armas. Es una cuestión de identidad política, de pertenencia, de un “nosotros” en el interior de la comunidad. Se trata también —y acaso en primer lugar— de los derechos a los que están necesariamente vinculados, y forma parte esencial de nuestra Constitución, entendida como nuestro patrimonio cívico fundamental.
Por eso no tiene nada de casual la militancia antipatriótica de Milei y de su gobierno. El vaciamiento patriótico no es sino un componente ideológico de la indiferencia cívica. La negación de la patria y de la bandera conlleva una conducta indiferente respecto del colectivo político al que pertenecemos: a esta carencia de referencias políticas colectivas los antiguos griegos la calificaron de “idiotez”.
Por eso el debilitamiento sistemático de la cuestión de la patria es una conducta objetivamente antidemocrática. Presupone la indiferencia política como conducta natural. Y por eso viene en el envoltorio sistemático de los juramentos de lealtad a Estados Unidos, lo que constituye algo muy diferente al respeto plural y pacífico por ese pueblo y por cualquier pueblo; significa el símbolo de la carencia de identidad nacional, la predisposición a estar siempre del lado del más fuerte, a resignarse a la esclavitud política. Eso es lo que significa la obsesión llevada hasta el ridículo de Milei por los Estados Unidos.