Varios años antes de la pandemia de Covid, la Organización Mundial de la Salud (OMS) hizo sonar las alarmas del sistema sanitario global por otra pesadilla que se desarrolla en las sombras: la creciente resistencia de los microbios a los antibióticos disponibles. Declarada como una emergencia en todo el planeta, un informe de la entidad de 2023 revela que eso ocurre con una de cada seis infecciones bacterianas comunes. Sin nuevos fármacos desde hace mucho, otro informe, esta vez de The Lancet, la consideró en 2024 más letal que el VIH o la malaria y auguró que en los próximos 25 años causaría casi 40 millones de muertes. La resistencia a los antimicrobianos es hoy la tercera causa de muerte después del infarto y el ACV. De acuerdo con un artículo escrito por Richard Stone para Knowablemagazine.org, uno de los lugares en los que esta amenaza se constata con pinceladas lacerantes es la guerra de Ucrania. Allí, médicos y científicos están viendo cómo un número cada vez mayor de soldados heridos están infectados con estas cepas, que incluyen microbios extremadamente resistentes a algunos medicamentos o a todos ellos, lo que hace crecer de forma desesperante el número y la gravedad de amputaciones, e incluso muertes.
Las bacterias colonizan quemaduras y heridas traumáticas, y desde allí pueden ingresar al torrente sanguíneo y causar una sepsis potencialmente mortal, escribe Stone. Pero no es necesario participar en un conflicto armado para estar en riesgo: si la situación persiste, incluso cuadros hasta ahora fácilmente tratables, como ciertas infecciones de las vías aéreas, o procedimientos como la extracción de una muela y cirugías sencillas podrían representar un peligro mayúsculo. Para encontrar nuevas fórmulas capaces de detener a estos patógenos invisibles fuera del laboratorio, la Fundación Bill y Melinda Gates lanzó un llamado a equipos de todo el mundo que estuvieran trabajando en la búsqueda de nuevos fármacos. Se presentaron 800 grupos y fueron seleccionados menos de 20. Uno de ellos es un consorcio internacional en el que tienen participación protagónica investigadores de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.
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“Todavía no sabemos cuántos son los que ganaron de entre esos, porque hubo otra selección, pero nosotros ya firmamos el contrato –cuenta el biólogo Darío Fernández Do Porto, investigador independiente del Conicet en Exactas/UBA, que lidera el equipo argentino–. Nos presentamos junto con grupos de Canadá, Brasil y Portugal. El de Brasil está liderado por la doctora Marisa Nicolás, otra investigadora argentina, pero que hace varios años está trabajando en ese país. Y también hay un equipo de la Universidad de Manitoba en Winnipeg, en Canadá, encabezado por la doctora Silvia Cardona, también argentina y egresada de Exactas”.
En virtud de esta convocatoria para buscar nuevos antibióticos contra bacterias resistentes a través de estrategias de inteligencia artificial, la Fundación Bill y Melinda Gates otorgará al consorcio internacional 2.2407.075 dólares. De sólida experiencia tanto en bioinformática como en inteligencia artificial, Do Porto hace muchos años que trabaja con los demás integrantes de la colaboración. “Con los colegas de Brasil, hará 10 años que estamos colaborando, con los de Canadá, un poco menos –cuenta–. Nuestro fuerte está en la priorización y selección de blancos moleculares a través de la integración de información en escala genómica. Lo interesante que tiene [unir fuerzas con] Canadá es que ellos validan experimentalmente. Por ejemplo, hace poquito logramos encontrar unos compuestos para combatir Pseudomonas aeruginosa, un patógeno que está entre los que la OMS considera prioritarios para la búsqueda de nuevos blancos debido a la aparición de resistencia”.
El grupo de Exactas se concentra también desde hace tiempo en Klebsiella pneumoniae, bacteria nombrada en honor al microbiólogo alemán Edwin Klebs e incluida en la categoría de las que exigen contar con nuevos antibióticos. “Con nuestros colegas de Brasil, publicamos dos trabajos y estamos por publicar un tercero sobre este microorganismo, priorizando blancos moleculares”, detalla Fernández Do Porto.
Esta especie adquiere fácilmente genes de resistencia de otras bacterias de su entorno. Lo que la hace especialmente peligrosa es su versatilidad. Provoca una serie de infecciones graves, desde las que se diseminan por el torrente sanguíneo hasta las que afectan el tracto urinario o generan abscesos y cada vez es menos frecuente encontrar cepas sensibles a los medicamentos.
Las herramientas de inteligencia artificial están revolucionando la tarea de los científicos. El método habitual para buscar nuevas moléculas efectivas contra estos minúsculos enemigos era el de “prueba y error”: “Le ‘tirábamos’ un montón de moléculas a las bacterias y veíamos cuál era activa frente a alguna; es decir, que impedía su replicación –destaca Fernández Do Porto–. En este último tiempo, con la aparición de la bioinformática más clásica, se buscaron primero blancos moleculares adecuados: a qué molécula de la bacteria se va a unir el fármaco. Y esto se hace con información del genoma”. Hoy se puede acceder a gran cantidad de genomas bacterianos en enormes bases de datos, y allí utilizar diversas herramientas en escala masiva para seleccionar posibles blancos para los fármacos.
El siguiente paso es proceder al análisis estructural de las proteínas (su representación tridimensional) para ver si tienen cavidades donde se puede alojar una droga. Eso se puede hacer experimentalmente, en un proceso muy complejo y costoso, pero desde hace unos años empezaron a desarrollarse herramientas de inteligencia artificial que permiten predecir la estructura a partir de sus secuencias de aminoácidos con precisión asombrosa. Una de ellas es AlphaFold, programa de DeepMind que realiza predicciones de la estructura de proteínas mediante un sistema de aprendizaje profundo. Sus creadores, John Jumper y Demis Hassabis, de Google DeepMind en Londres, recibieron el Premio Nobel de Química 2024 por sus aportes a este logro monumental. En 2022, AlphaFold incorporó estructuras de aproximadamente 200 millones de proteínas procedentes de un millón de especies, abarcando casi todas las proteínas conocidas en la Tierra.
“Además de tener la estructura, hay algoritmos de inteligencia artificial que permiten inferir dónde se van a unir los compuestos, las moléculas con características similares a las drogas. Y, por último, uno utiliza la inteligencia artificial para encontrar qué tipo de drogas se pueden unir en esas cavidades y cuáles tienen más probabilidades de hacerlo”, explica el científico.
Una bacteria como Klebsiella puede producir 4000 proteínas diferentes. Por supuesto que una droga pueda unirse en las cavidades de alguna/s de ellas no quiere decir que inhiba su replicación. Lo que se hace es utilizar Alphafold para determinar la estructura de todas ellas y luego, otro algoritmo de inteligencia artificial para evaluar en cuáles de ellas habría más chances de que se una la droga. Las que obtienen menores puntajes se desechan y se sigue trabajando con las que son esenciales; es decir, que al inhibirlas el patógeno se muere. “Hay experimentos en escala genómica que me permiten determinar la totalidad de los genes esenciales [y por consiguiente las proteínas que estos codifican] –aclara Fernández Do Porto–. También usamos información sobre su conservación, porque es importante que las proteínas estén conservadas por lo menos en el nivel de la especie que uno quiere atacar, que estén presentes en todas las bacterias patogénicas. Y por último hacemos una comparación de esas proteínas con las humanas, porque no queremos que cuando se utilice una droga pueda llegar a tener ‘efecto cruzado’. Integramos toda esa información y seleccionamos los blancos moleculares (proteínas que tienen potenciales características atractivas para el desarrollo de un futuro fármaco, que puedan unirse a un compuesto, que estén conservadas, que no tengan homólogos cercanos en el ser humano y que sean esenciales). En 2018, publicamos en Nucleic Acids Research la primera plataforma que integra toda esta información y a la que denominamos Target Pathogen, una herramienta para la búsqueda de blancos moleculares”.
Por lo que significa y por haberlo obtenido en un proceso altamente competitivo y en condiciones muy desfavorables en comparación con grupos de otros países, este subsidio de investigación es un enorme orgullo para Do Porto y para Adrián Turjanski, también investigador principal del proyecto, además de Miranda Palumbo, Gustavo Schottlender, Gabriel García, Joaquín Messano, Lorenzo Morro y Germán Jurado, estudiantes que forman el equipo, pero también un salvavidas en momentos en que la Agencia de Promoción Científica y Tecnológica está completamente paralizada, hace años que no se pagan los proyectos de investigación (PICT) y disminuyeron más de un 30% los pedidos de ingreso al Conicet. Pero Do Porto subraya que no hay que engañarse ni pensar que la ciencia local puede solventarse de esta manera de forma permanente: “Nos salva la vida y es excelente que lo hayamos obtenido –subraya–. Pero nada de esto hubiera sido posible sin las universidades públicas y el aporte del Estado. Yo hice toda mi formación en la UBA, mis estudiantes se formaron en la universidad pública, nuestras primeras líneas de investigación las financiamos gracias al aporte estatal… Sin el sistema público de ciencia no hubiéramos podido lograrlo, yo ni siquiera hubiera estudiado en la universidad. Cuando empezamos a trabajar, hasta tanto lograr un reconocimiento internacional, necesitamos subsidios nacionales de la UBA, de la Agencia y del Conicet, muchos de los cuales hoy no se están otorgando. Si la ciencia argentina sigue avanzando y teniendo éxito a pesar de las trabas que se le están poniendo, imaginemos lo que sería si se le permitiera convertirse en el motor de desarrollo de otro tipo de país”.
