Durante toda la semana miles de personas de la Ciudad de Buenos Aires se encontraron en la puerta de sus casas con un misterioso sobre violeta. El paquete en su interior contenía el libro “Cambiado”(Changed) de Tom Cantor, un empresario y predicador evangélico estadounidense. El paquete se distribuye y llega a todos los hogares gratis, sin pedir permiso, puerta a puerta, cargando con un supuesto mensaje de purificación. Sin embargo, ese tomo, envuelto como si fuera un regalo, ilustrado estratégicamente con una foto de la infancia del autor, que promete la salvación, en realidad contiene un mensaje profundamente misógino y disciplinador: encierra un discurso de culpa, puritanismo sexual y violencia de género disfrazado de redención.
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Lo primero que hay que marcar es que Tom Cantor no es un marginal, un chanta o un pastor de barrio. Por el contrario, se trata del presidente de Scantibodies Laboratory, una firma biotecnológica con sede en San Diego, que luego de volverse millonario decidió transformarse en predicador evangélico y volcar toda su fortuna a una cruzada religiosa en todo el mundo: la conversión de personas judías al cristianismo evangélico. Nacido en una familia judía tradicional, el escritor se convirtió al cristianismo en 1970 y desde ese momento ha puesto en marcha diferentes proyectos religiosos: el programa de radio “Friendship with God”; la organización “Israel Restoration Ministries”; la Fundación “Life & Light Foundation”; y un museo sobre Creación. La organización que encabeza, cuyo objetivo es convertir personas judías al cristianismo, opera como una maquinaria de propaganda y campañas proselitistas agresivas, con estrategias de distribución masiva de materiales (libros, panfletos, DVDs) que mezclan marketing, ideología y predicación, por diferentes ciudades del mundo, sobre todo de Estados Unidos y América Latina.
El libro “Cambiado” es un relato autobiográfico que busca testimoniar en primera persona el tránsito espiritual de su autor, con un texto atravesado por una lógica puritana: el deseo sexual como impureza, y la salvación mediante la negación del cuerpo. En su desarrollo, Cantor describe su pasado como turbulento y su experiencia sexual prematrimonial como una forma de contaminación interna. El deseo no sería algo constitutivo de lo humano, sino una fuerza degradante que aleja a las personas del “orden divino”, dejando en evidencia un modelo de subjetividad basado en la culpa y la obediencia, en la pureza como ideal moral, y en la sexualidad como amenaza constante a la salvación.
Pero el momento más perturbador de su relato, y también el más denunciado por lectoras y activistas, llega cuando dedica varios capítulos a contar la historia de su esposa, Cheryl, a quien conoció en la biblioteca de la Universidad de Miami en Oxford. Cantor la describe como “bonita, con cabello rubio y ojos azules”, “pura e íntegra”. Con el paso del tiempo, la joven le cuenta que había sido violada antes de conocerlo y estaba embarazada producto de esa relación no consentida. El autor dice al respecto que al enterarse se sintió “traicionado” por su pasado, y que desde ese momento percibió a su mujer como un “florero hermoso pero destrozado”. “Cheryl, ella ya no era íntegra. Cualquier esperanza mía de sanidad y recuperación a través de ella se destruyó cuando fue violada y perdió su inocencia”, indica el escrito. En esta lógica la víctima de violencia sexual deja de ser sujeto, y el autor convierte su trauma en un obstáculo para su fe. Lejos de tratar ese hecho con respeto o empatía, nombrar el dolor o la necesidad de justicia, Tom Cantor lo utiliza como un giro narrativo para justificar su ruptura con el judaísmo. Se condensa entonces un relato que coloca a la víctima de una violación como obstáculo espiritual para el varón, lo cual no solo deshumaniza y revictimiza, sino que reproduce estructuras patriarcales que convierten la sexualidad femenina en terreno de vigilancia moral y justifican la culpa como parte del camino a la fe.
En vez de denunciar la violencia que sufrió su esposa, Cantor convierte esa situación en una especie de obstáculo moral personal. Y esto no es un desliz: es parte de una teología del castigo que sitúa al cuerpo femenino como portador de pecado, y a la mujer como figura ambigua entre la tentación y el sacrificio. Además el testimonio del empresario hace especial hincapié en la necesidad de resguardar el silencio y mantener la violación como un secreto frente a los servicios sociales por miedo a las probabilidades de no poder dar el bebé de Cheryl en adopción.
Por otro lado, más adelante en su trayectoria de vida entiende que le resultaba necesario perdonar al violador de su esposa para salir de su tormento y sentir alivio. En el capítulo “Perdonado para poder perdonar” se pregunta si Dios lo había perdonado a él, “podría seguir cargando rencor contra el hombre que violó a Cheryl?”. Fue ahí que comenzó a reflexionar sobre su pasado y sus propias contaminaciones sexuales, y entendió que, así como Dios lo había perdonado a él, tenía que perdonar al violador de su mujer y orar por para que recibiera a Jesús.
El relato de Cantor se sostiene sobre la vigencia de la cultura de la violación, la misoginia y la desigualdad de género, valores que en los sectores más conservadores se siguen transmitiendo de generación en generación y promoviendo patrones, creencias, imaginarios, estigmas y percepciones en torno a la violencia sexual que la normalizan, justifican, perpetuán, e incluso culpabilizan a la mujer. El resultado es la materialización de realidades inequitativas para las mujeres, y la imposición del silencio, el miedo, la impotencia, la vergüenza, y la culpa, emociones que las aíslan, invisibilizan la gravedad y van profundizando la cultura de la violación ante la aceptación social e institucional.
El mensaje de la redención detrás de este relato encaja como una pieza de Lego en el contexto que nos atraviesa. En medio de una crisis socioeconómica, que se combina con la epidemia de salud mental y el desamparo, se activan con fuerza los consumos vinculados a la purificación, la autoayuda y la “espiritualidad express”. Cuando lo político o institucional no ofrece respuestas a las demandas sociales, y lo colectivo parece desgastado, lo estatal y público demonizado, aparecen con más fuerza las ofertas de salvación individual, y con ellas, discursos que bajo la apariencia de consuelo emocional esconden estructuras de control, moralización y castigo, que despolitizan el malestar y desactivan cualquier horizonte de organización y transformación social. Frente al colapso de los proyectos comunes, la autoayuda propone una reprogramación individual. La propuesta es clara: no hay transformación política posible ni justicia social. La solución no está en la comunidad, en el derecho, o la denuncia, sino en aceptar el sufrimiento como camino de virtud.
El libro de Cantor cristaliza una versión extrema, profundamente misógina, de la autoayuda punitiva, que ofrece orden y sentido a cambio de silencio, resignación y obediencia moral. Si bien este tipo de relatos forman parte de muchas tradiciones religiosas que hegemonizaron la historia occidental, el mensaje resurge hoy en un contexto histórico de quiebre social, donde la tentación de respuestas simples y rápidas se vuelve más fuerte, a la par del avance de los discursos de derecha y anti feministas. Es ahí donde se vuelve urgente advertir que estos discursos no son inocentes. Porque no sólo niegan el deseo y culpabilizan a las mujeres, sino que además neutralizan el conflicto, cancelan la dimensión política del malestar y transforman la injusticia en “prueba espiritual”.