La recuperación democrática en 1983 no fue solamente el final de una dictadura cívico-militar: fue el punto de partida de un nuevo pacto social que colocó a los derechos humanos en el centro de la vida política, cultural, social y moral de la Argentina. Ese consenso no surgió de manera espontánea, sino que fue el resultado de una construcción colectiva que involucró a organismos, militantes, trabajadores, estudiantes, intelectuales, partidos políticos y una ciudadanía que dijo “Nunca Más” con una contundencia que atravesó generaciones.
Desde entonces, memoria, verdad y justicia se convirtieron en pilares de una democracia que entendió que no hay futuro posible si no se ilumina el pasado; que no hay paz sin justicia y que no hay libertad sin reparación. El gobierno de Raúl Alfonsín dio los primeros pasos fundamentales: el juicio a las Juntas, la CONADEP, la institucionalización del compromiso ético del Estado. Más tarde, el liderazgo de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner profundizó ese rumbo, transformando la defensa de los derechos humanos en una verdadera política de Estado. Se reabrieron los juicios de lesa humanidad, se señalizaron los ex centros clandestinos, se condenaron luego de juicios a cientos de genocidas, a 140 nietos se nos restituyó la identidad, se reconstruyó la memoria pública y se amplió el horizonte de derechos con una mirada profundamente ligada a la justicia social.
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Ese proceso, sin embargo, hoy se encuentra bajo ataque. Desde que comenzó el gobierno de Javier Milei, hemos visto un embate contra los derechos humanos y contra los consensos democráticos como pocas veces en nuestra historia reciente. Incluso en momentos críticos —como el fallo del 2x1 de la Corte a represores durante el macrismo— lano hay sociedad dejó en claro que no estaba dispuesta a retroceder. Pero hoy el Gobierno nacional impulsa una ofensiva ideológica que busca negar los crímenes de la última dictadura, relativizar el terrorismo de Estado, poner en cuestión la cifra histórica y socialmente construida de 30.000 detenidos-desaparecidos, y deslegitimar cuatro décadas de avances en materia de derechos civiles, laborales, sociales y culturales.
No se trata solo de una disputa por la interpretación del pasado: es una disputa por el presente y por el futuro. Cuando un gobierno cuestiona los consensos básicos que sostuvieron a la democracia, lo que se erosiona no es solamente la memoria histórica, sino también el contrato social que garantiza la vida, la dignidad y la libertad del pueblo argentino.
Frente a estos embates, emergen —como siempre— focos de resistencia social, cultural y política. Y es en este contexto donde cobra una enorme relevancia la figura y el legado de Eduardo Luis Duhalde, un hombre que dedicó su vida a estudiar, defender y construir la memoria colectiva como herramienta de emancipación. Esta semana, la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires lo homenajeó en un encuentro impulsado por ATE y el bloque de Unión por la Patria, donde distintos referentes recordaron su trayectoria, su ética militante y su convicción de que la historia se disputa todos los días. Su vida es una brújula en tiempos de negacionismo: nos recuerda que la memoria no es un ejercicio contemplativo, sino una práctica profundamente política.
Hoy, más que nunca, necesitamos volver a esos pilares que sostuvieron el acuerdo democrático durante cuatro décadas. Mientras sostengamos la memoria de quienes enfrentaron la injusticia y defendamos los consensos que hicieron posible nuestra democracia, el futuro será mejor. Porque la memoria no es pasado ni un mero recuerdo: es la fuerza que protege lo conquistado, la fuerza colectiva que nos impulsa a seguir construyendo un país más justo.
