El rectángulo de Pablo Grillo

El reporteto gráfico que retrato el momento del disparo a Pablo Grillo narra el reencuentro con su colega en el hospital. "Le permiten mirar el celular unos minutos al día, apenas una ventanita para conectarse con el afuera, con esa realidad que late y lo espera".

26 de abril, 2025 | 19.17

A la izquierda de la cama de Pablo Grillo, en la sala de terapia intensiva del cuarto piso del Hospital General de Agudos Dr. José María Ramos Mejía, en Buenos Aires, hay una ventana que da al exterior. Desde allí apenas puede verse un pedazo de cielo, algunas nubes pasajeras. La ventana, rectangular, parece el visor de una cámara fotográfica cuando, en vertical, enmarcamos un fragmento diminuto del mundo. Entonces, el cubículo donde Pablo lleva 45 días peleando por su vida bien podría ser el interior de una cámara. Y él, el fotógrafo herido, la mirada que resiste.

Todos esos pensamientos se me agolpan en apenas un par de minutos, mientras estoy allí, junto a su cama —o mejor dicho, en el interior de esa inmensa cámara fotográfica— donde Pablo habita desde el fatídico 12 de marzo, cuando el cabo primero de Gendarmería Nacional, Héctor Jesús Guerrero, le disparó un gas lacrimógeno mientras el pibe documentaba con su cámara la feroz represión.

Pablo está recostado. Lleva puesto un gorro de lana rojo y blanco donde se lee, bien visible, Independiente, el club de sus amores. Ese gorro que ahora abriga su cabeza herida, en plena recuperación.

Está tapado con una manta también roja. Aquí, lo único azul son los fríos azulejos que revisten la mitad de la pared. Es de complexión delgada, con una sombra de barba que alude a sus 35 años, aunque parece mucho más joven, casi un imberbe.

Tiene dedos largos y delicados, ojos expresivos y una leve sonrisa dibujada en su rostro. Una sonrisa que irradia, a quien la vea, un aliento de fuerza y de esperanza inusitado.

Frente a su cama, en una pared de vidrio que lo separa del resto de los pacientes de terapia intensiva, hay un pequeño santuario improvisado.

Sobre ese vidrio, lo primero que Pablo ve cada mañana al despertar, hay mensajes escritos de puño y letra, dibujos infantiles —un tierno garabato que asemeja a un fotógrafo—, un pañuelo de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo dibujado en papel, fotografías.
Entre ellas, una imagen de Ricardo Bochini, el máximo ídolo de Independiente, quien también le envió un video para darle ánimo.

Cerca de la ventana rectangular que parece un visor de cámara, Pablo tiene su pequeño altar personal: un cuadrito donde San Diego Armando Maradona y Santa Evita comparten guardia. Junto a los médicos y su familia, Diego y Evita también velan por él. Definitivamente, Pablo no podría estar en mejores manos.

Su recuperación es impresionante, admirable. Las ganas de vivir que transmite conmueven. Entré a esa sala de terapia intensiva pensando en llevar aliento, y es Pablo quien termina irradiando buena energía. Está lúcido. Conversa pausadamente. Hace bromas. Todo transcurre a sus tiempos y su ritmo.

Le permiten mirar el celular unos minutos al día, apenas una ventanita para conectarse con el afuera, con esa realidad que late y lo espera. Y poco a poco va tomando dimensión: que su nombre y su apellido han dado la vuelta al mundo. Que desde aquel 12 de marzo, todos los que llevamos una cámara somos, de alguna manera, Pablo Grillo. Que su imagen se multiplica en carteles, remeras, stickers, pasacalles. Que su sonrisa y su lucha son ahora bandera.

Su madre, su padre, su hermano —(algún día habrá que escribir sobre el amor y la estoicidad de la familia Grillo)—, sus amigos, el personal del hospital público donde Pablo resiste y se recupera, son quienes cada día le llevan toda la fuerza y el amor que sobrevuelan en tantos rincones de la ciudad.

Mientras salgo del hospital, ya cuando la luz natural ha desaparecido, no se me va de la cabeza aquella habitación de hospital que, para mí, sigue pareciendo una cámara gigante. Ese rectángulo de cielo, ese cuarto convertido en un visor, en medio de los artefactos que miden cada latido, cada respiro, y entre todo el amor desvelado de su familia y amigos.

Y pienso en Pablo, en medio de esa cámara que —paradójicamente— no es oscura. Inevitablemente, aparece en mi mente la filosofía fotográfica de Sergio Larraín, el gran fotógrafo chileno que, al reflexionar sobre su oficio y “el rectángulo en la mano" —como llamaba a la cámara—, escribió:

"Cuando vuelvo mi mirada hacia afuera, cámara en mano, en realidad estoy mirando hacia adentro en busca de imágenes; sólo puedo materializar ese mundo de fantasmas cuando veo algo que resuena dentro de mí".

Pablo, desde su pequeño rectángulo de hospital, también está mirando hacia adentro. Buscando. Resonando. Y sé —lo sé— que muy pronto saldrá de esa cámara/cubículo de terapia intensiva  para volver a las calles, para volver a su lugar natural: Con su rectángulo en la mano, detrás de su visor, frente a la vida, cazando instantes, contando el mundo.