Decenas de veces al año, Rebun Kayo toma un ferri hasta una pequeña isla frente al puerto de Hiroshima en busca de los restos de los muertos por la bomba atómica hace 80 años.
Para este investigador de 47 años, desenterrar incluso los fragmentos más diminutos en la isla de Ninoshima es un recordatorio aleccionador de que la guerra es una realidad que persiste, enterrada, olvidada y sin resolver.
"Cuando morimos, nos entierran en lugares como templos o iglesias y nos despiden con una ceremonia. Esa es la forma digna de ser despedidos", explica Kayo, investigador del Centro para la Paz de la Universidad de Hiroshima que dedica su tiempo y dinero a las excavaciones en solitario.
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Después de que Estados Unidos lanzara la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, matando instantáneamente a unas 78.000 personas e hiriendo a muchas más, Ninoshima, a unos 4 kilómetros del hipocentro, se convirtió en un hospital de campaña. En pocas semanas, unas 10.000 víctimas, tanto vivas como muertas, fueron trasladadas a través del agua. Muchos perecieron poco después, y cuando las cremaciones no dieron abasto, la gente fue enterrada en fosas comunes.
Aunque en las décadas posteriores a la guerra se desenterraron muchos restos, los relatos de los testigos sugerían que había más cementerios. El hijo de un residente informó a Kayo sobre una zona en la costa noroeste de la isla en 2014 y, a partir de ahí, ahorró fondos y comenzó a excavar cuatro años después.
SIN CLAUSURA
Bajo un calor abrasador, el pasado fin de semana, Kayo cortó a través de la maleza crecida para volver al lugar donde lo había dejado tres semanas antes. Tras hora y media de excavación, recogió cuidadosamente del suelo dos fragmentos de hueso del tamaño de la uña del pulgar, que se sumaban a los aproximadamente 100 que había desenterrado hasta entonces.
Cada descubrimiento le hace comprender la crueldad de la guerra. El dolor nunca fue tan crudo como cuando Kayo encontró trozos de la mandíbula y un diente de un niño a principios de este año, dijo.
"Eso me afectó mucho", dijo, con su camisa blanca de manga larga empapada de sudor. A ese niño lo mató la bomba, sin saber nada del mundo. (...) No pude asimilarlo durante un tiempo y ese sentimiento aún persiste."
Un día, planea llevar todos los fragmentos a un templo budista, donde puedan ser consagrados.
La motivación de Kayo para repetir la agotadora tarea año tras año es en parte personal.
Nacido en Okinawa, donde se libraron algunas de las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial, Kayo tiene tres familiares cuyos restos nunca se encontraron.
A Okinawa siguen llegando voluntarios de todo Japón para las excavaciones y como la hiedra venenosa de los bosques le resulta insoportable, Kayo devuelve el favor en Ninoshima.
Mientras sigan apareciendo restos de los muertos, la proximidad de la guerra será palpable para Kayo.
"Hoy en día, la gente que no conoce la guerra se centra solo en la recuperación y hace avanzar la conversación mientras se olvida de estas personas aquí", afirma.
"Y al final, habrá personas que digan: 'aunque lances una bomba atómica, puedes recuperarte' (...) Siempre habrá gente que intente justificarlo de la forma que le convenga."
Con información de Reuters