Y allí estaba él, Donald Trump, aparentando estar perdido. Como sin darse cuenta que esa escena ya no era suya, que tenía que correrse a un lado. Se ve inclusive que Gianni Infantino, presidente sonrisa eterna de la FIFA, le indica que debía correrse, que el festejo y la escena pasaban a ser exclusivamente de los jugadores de Chelsea, que querían levantar entre ellos el trofeo del Mundial de Clubes que acababan de ganar en el estadio MetLife, para sorpresa de casi todos. Pero el presidente de Estados Unidos siguió imperturbable en el medio de todos ellos. En el medio de Enzo Fernández, Cole Palmer y el resto del equipo. Horas después, su Corte de Justicia amiga le dio vía libre para desmantelar el Departamento de Educación de su país.
Podría interpretarse ignorancia. Al fin y al cabo, en las Ligas más poderosas del deporte de Estados Unidos, cuando un equipo gana el título, las cámaras de TV muestran casi primero al patrón de esa franquicia (así se las llama). Es un clásico. En el país de los “ganadores”, de las “celebrities”, los magnates que acumulan fortunas suelen estar en la primera fila del escenario. Y, tal vez, Trump sintió entonces que también él debía permanecer levantando la Copa. Al fin y al cabo, narcisismo y megalomanía incluídas, es dueño de casi todo (eso sí, al menos hasta ahora la FIFA no le dedicó el cariñoso “daddy” que sí le dispensó unas semanas atrás el secretario general de la OTAN, el neerlandés Mark Rutte). Desde que reasumió el poder ha sido tapa de la prensa internacional un día tras otro. Aunque muchas veces todo parezca ridículo. Como el domingo cuando se coló en la fiesta de Chelsea.
Imperturbable, Trump permaneció celebrando junto con los jugadores pese a que, a su espalda, justamente Palmer (que había recibido el premio al mejor jugador del torneo de manos del propio presidente de Estados Unidos) preguntó y puso cara de “qué sigue haciendo este hombre aquí”. La secuencia es extraordinaria. Y Trump en lo suyo. Tan imperturbable como cuando subió al escenario para entregar los trofeos baj0 un abucheo sonoro y notable de la multitud que colmó el estadio de Nueva Jersey, que será escenario también de la final del Mundial de selecciones de 2026.
Estados Unidos le dio casa y negocio a la FIFA, pero impuso sus condiciones. Su concepto del show. Ingresos de los jugadores al campo onda NBA, ninguneo a las reglas (la final comenzó ocho minutos tarde, el entretiempo duró veinticuatro minutos). Los partidos se interrumpieron ante la mínima posibilidad de tormenta eléctrica y se mantuvieron en horarios de mediodía y con temperaturas cercanas a los cuarenta grados. Todo, claro, bajo la complicidad de la FIFA, y con Infantino anunciando que su organización abrirá oficinas en Nueva York, en la mismísima Torre Trump, allí donde en 2011 los oficiales del FBI iniciaron su investigación del escándalo de corrupción que echó al presidente anterior (Joseph Blatter) y facilitó el ascenso de Infantino, el nuevo gran amigo de Trump, que le dio a Estados Unidos Mundial también de mujeres. Todo al país del soccer. Y que el FBI no moleste más.
El alemán Jurgen Klopp, ex DT de Liverpool, calificó al Mundial de Clubes como “la peor idea” en las competencias del fútbol, Sergio Marchi, presidente argentino del sindicato internacional de futbolists (FIFPRO) lo calificó de “Nerón”. Infantino replicó con números (siempre los que más se ajustaron a su felicidad): cerca de dos millones y medio de boletos vendidos, a razón de casi 40 mil por partido (una media superada solo por la Premier League). Y unos ingresos de más de 2.100 millones de dólares, a razón de 33 millones de dólares por cada uno de los 63 partidos que tuvo el torneo, cifra inalcanzable para cualquier otra Liga. Por eso, Infantino consideró a su criatura (el torneo fue su propia invención) como el certamen de clubes “más exitoso” en la historia del fútbol (palo indirecto a la Champions, al punto que Alexander Ceferin, presidente de la UEFA, fue el gran ausente de la fiesta). Y, además, el Mundial tuvo grandes goles y algunos partidos de gran factura. Y triunfos inesperados como los de Botafogo ante PSG o Flamengo ante Chelsea. O Al Hilal contra Manchester City. Y del propio Chelsea contra PSG en una final que el equipo inglés resolvió en el primer tiempo, con el simple recurso de renunciar a salir jugando desde abajo para lanzar en cambio pelotazos largos a la defensa siempre adelantada de PSG, que estuvo tan desconocido como su DT, el español Luis Enrique, que, apenas terminado el partido, se fue a lanzar golpes en mitad de cancha, un bochorno que habría sido repudiado por medio mundo si lo hubiese protagonizado algún DT sudamericano.
Estados Unidos recibirá el año próximo al Mundial con cuarenta y ocho selecciones, en medio de sus tormentas eléctricas de verano y su calor. Y de su condición de superpotencia que impone reglas propias, como continuar diciéndole “soccer” a un deporte que sigue claramente sin ser prioritario dentro de su país. El propio Trump avisó que, en 2026, en pleno Mundial de selecciones de la FIFA, quiere celebrar el 4 de julio (aniversario 250 de la independencia del país) con un espectáculo de UFC en los jardines traseros de la Casa Rosada, con veinticinco mil personas allí. La UFC es la lucha libre, el espectáculo guionado y llamado deporte que lo ayudó a volver al poder. Allí nadie lo silbará. Es su verdadero público. El Estados Unidos que más ama.