En la árida y helada puna salteña, a casi 4.200 metros de altura sobre el nivel del mar, se encuentra Mina La Casualidad, un pueblo abandonado que cuenta con una particularidad que lo hace único: a pesar de que fue despoblado a fines de los setenta, muchos de sus exhabitantes piden que sus cenizas sean llevadas y enterradas allí. Esta es una historia de amor por la tierra y desarraigo; la historia de muchas familias que se tuvieron que dejar de sus hogares; y también una historia que marca como las actividades productivas y las decisiones políticas pueden ser determinantes en la vida de las personas.
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“Muchos pedimos a los familiares que cuando muéranos, seamos cremados y llevados en urnas para ser enterrados en Mina La Casualidad”, cuenta Mirta Mamani, integrante del ONG Centro de Azufreros de Mina La Casualidad. Y agrega: “Cada año llevamos restos en urnas y allá les hacemos tumbas en el cementerio. O sea, el cementerio está creciendo”.
Mamani nació en La Casualidad en 1958 y allí pasó su infancia y adolescencia. En diálogo con El Destape a través de WhatsApp se muestra aún conmocionada por el abandono del pueblo que sucedió hace 46 años atrás. Primero, envía un audio y lo borra. Entonces, explica: “Perdón, me trabé un poco porque cada vez que hablo y recuerdo mi pueblo lloro y me pongo nerviosa”.
Después, un poco más tranquila, cuenta: “Mi papá trabajó en la mina y murió allí. Para mí, él sigue haciendo patria y soberanía ahí”. “Cuando mi padre falleció, mi madre era jovencita y rehízo su vida, se casó con otro. En La Casualidad fui a la escuela, tuve muchos amigos y amigas, compañeros de escuela y maestros. Fue una vida muy linda para mí. Salir de mi pueblo fue un desarraigo tremendo. Vi llorar a mí madre y a mí padrastro. Sufrimos mucho”, agrega.
Esplendor y cierre
La historia de La Casualidad está relacionada a la extracción de azufre del cerro Estrella, en la Mina Julia, en las cercanías del pueblo y al límite con Chile. El emprendimiento se inició en el año 1940 por la Compañía Azufrera Argentina S.A. que, pocos años después, fue adquirida por el Estado a través de la Dirección General de Fabricaciones Militares. A mediados del siglo XX, La Casualidad llegó a tener 3.000 habitantes y, a pesar de que se encontraba en una zona inhóspita, no le faltaba nada: contaba con escuela, hospital, cine, casino de reunión, una iglesia católica, una iglesia evangelista, luz eléctrica y sistema de cloacas.
“Teníamos nuestras casas completamente amobladas. Fabricaciones Militares ponía todo a disposición, desde la cucharita del té hasta el plato para la cena y las camas”, cuenta Ángel Estanislao “Chileno” Rojas Rocha, hijo y sobrino de mineros, quien vivió hasta muy pequeño en la localidad y también es integrante de la ONG.
“La Casualidad es un recuerdo de familia. Allí, trabajaron y formaron familia mi papá y mis tíos: mi papá conoció a mi mamá, mi tío Miguel a mi tía Adelina y mi tío Luis a mi tía Primitiva”.
La historia de la familia de “Chileno” está profundamente relacionada a la de La Casualidad. Otro tío suyo, Eusebio Alegre Quiroga, fue quien le puso el nombre al pueblo, antes de que el trazado existiera. Cuenta que este pariente, quien se desempeñaba como arriero llevando el ganado a pie, un día tuvo que acampar en la zona por falta de agua y a la mañana siguiente se encontró con ojo de agua dulce, rica y potable. Entonces, sorprendido, exclamó: “¡Qué casualidad!”. Cuando se creó el pueblo no solo llevó el nombre de La Casualidad, sino que la calle principal fue llamada: “Eusebio Alegre Quiroga”.
La mina y el pueblo funcionaron hasta la década del setenta, cuando la dictadura militar decidió importar azufre en lugar de producirlo y el cierre definitivo se dio el 21 de noviembre de 1979. “Tres militares atorrantes, sin vergüenzas, junto a Martínez de Hoz, decidieron el desguace del Estado nacional, con la premisa de que era mucho más fácil tener industrias de caramelos que industrias pesadas”, explica “Chileno”, que además es autor junto al periodista e historiador Daniel Parcero del libro “Seccional La Casualidad de ATE Salta” publicado por la Asociación Trabajadores del Estado (ATE).
“Cuando se puso el candado invisible al campamento fabril, quedó todo ahí: las camas, las mesas, las sillas… Al día de hoy no existe nada porque hubo un saqueo total. Se robaron hasta las puertas y el Cristo de la Capilla”.
La nieve y los duendes
Merardo Bejarano es otro exhabitante de La Casualidad. Él llegó al pueblo con su familia cuando tenía un año y medio y vivió toda su infancia allí, donde adoptó para siempre el sobrenombre de “Marquina”. “Gracias a la azufrera, mi papá nos pudo educar y criar a mí y mis hermanos. Soy un eterno agradecido. Pienso que para la mayoría de las personas la parte más hermosa de la vida es cuando uno es chico y yo, gracias a Dios, tuve una infancia hermosa allí”.
Con 66 años, “Marquina” recuerda momentos de aislamiento en el invierno crudo de la Puna salteña, cuando soplaba el viento blanco. En aquellos tiempos de aspereza, su papá y los demás empleados de la mina debían seguir produciendo. “No podíamos ir a la escuela ni salir. Mi viejo sí porque la fábrica no se paraba. Él se bancó todo, todas las inclemencias del tiempo en la Cordillera. Las personas que trabajaban la pasaban mal. Nosotros estábamos bien, éramos changos bien alimentados y con calefacción”.
Entre los recuerdos de la infancia de Marquina también están los recreos de la escuela jugando con nieve y la lectura de historietas y otras revistas en los momentos en que no podía salir de su casa. “Estábamos totalmente adaptados al pueblo. Éramos felices. Teníamos una proveeduría, un almacén de ramos generales, que era un lugar de encuentro para todos los changos; la cancha, el cine… Tuve una infancia hermosa en mi pueblo. Yo soy un kolla made in azufrera”, asegura.
Mamani, por su parte, señala que hay muchas anécdotas paranormales de La Casualidad, algo que también era y es parte del folklore del pueblo. “Mi padrastro se peleó con un duende. Los duendes salían en la zona del correo. Cuando había cambio de turno no dejaban pasar a los trabajadores. Algunos se sacaban el cinto y los ahuyentaban”.
El regreso a la tierra
En el año 2005, algunos exhabitantes del pueblo comenzaron a reunirse, crearon la ONG Centro de Azufreros de Mina La Casualidad y organizaron el primer viaje de regreso. Desde ese tiempo, cada fin de año, hacen la travesía en colectivo. Vuelven a caminar por las calles abandonadas, recorren las construcciones cada día más destruidas, recuerdan su infancia y juventud y pasan la noche en la capilla con bolsas de dormir.
Llegar al pueblo no es fácil y hasta puede ser peligroso. En auto, desde Salta capital y mayormente por ripio, se tardan alrededor de diez horas. “Chileno” recuerda que el primer regreso fue muy emotivo: “Hubo risas, llantos, bombas de estruendo, cuetes, nos abrazamos y lloramos”.
Una de las visitas inesquivables en cada regreso es el cementerio. Julieta Balza, una montañista que suele acompañar a los exhabitantes en estas expediciones, cuenta que el camposanto sufre los embates del viento y la falta de mantenimiento lo que genera que muchas tumbas históricas (de quienes murieron habitando el pueblo) vayan desapareciendo.
“El cementerio es un lugar de recuerdos, de anécdotas. De hecho, cuando vamos, por ahí es todo un día que uno está en el cementerio recordando a cada muerto y les ponemos flores a todas las tumbas. Hay muertos que tienen historias tremendas de accidentes en la minera y otras domésticas duras. Hay historias duras”.
En el cementerio de La Casualidad, por ejemplo, descansan los restos del padre y dos hermanitos de Mamani, y también está enterrado un hermanito de Marquina. Todos ellos pertenecen a las tumbas históricas. Además, en los últimos años, fueron enterradas las cenizas de algunos exhabitantes y hay otros que ya expresaron su deseo de alguna vez permanecer allí. Por otro lado, se hacen tumbas simbólicas de expobladores que fallecieron y sus restos descansan en otros lados.
Para principios de este diciembre, como cada fin de año, los exhabitantes planean un nuevo regreso. Marquina adelanta que en esta ocasión también llevarán cenizas y considera que “año tras año esto va a continuar”. “El sueño de los que somos de la azufrera es estar ahí; estar en nuestro pueblo, en el viento, en la nieve y con todos nuestros seres queridos que quedaron allá”, dice. Y agrega: “Dios quiera que llegado el momento tenga la dicha de que me cremen y que me lleven a la Cordillera. Eso sería una un buen final para mi vida”.
