Lo que hay detrás de la crisis de salud mental en adolescentes: un 30% más sufre depresión y ansiedad

En muchos casos, los adolescentes no encuentran espacios donde verbalizar su malestar de manera segura, escenario que agrava los síntomas y retroalimenta un circuito de frustración, medicalización y expulsión. Un estudio revela la importancia de avanzar en políticas públicas que brinden herramientas.

28 de junio, 2025 | 00.05

En los últimos años, la salud mental de las adolescencias se ha instalado como una preocupación creciente en el ámbito médico, educativo y social a nivel mundial. Las estadísticas más recientes del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental del Hospital de Clínicas de la UBA advierten sobre un aumento del 30 % en las consultas por ansiedad y depresión en adolescentes entre 2023 y 2024, y tambien hechos más graves, como el incremento de intentos de suicidio. El dato confirma una tendencia que ya venía siendo señalada desde el inicio de la pandemia: el sufrimiento psíquico en la juventud se ha intensificado, sus vivencias en los entornos digitales se complejizan, y el sistema de salud, tal como funciona y está estructurado, no logra dar una respuesta adecuada o suficiente a las demandas.

Lejos de tratarse de un fenómeno exclusivamente individual o clínico, lo que se observa es una crisis estructural vinculada a las limitaciones del sistema de salud mental argentino para abordar de forma integral, territorial y comunitaria las necesidades psíquicas de una etapa vital especialmente vulnerable como son los adolescentes y jóvenes. Al respecto, el informe “Adolescencias y salud mental: brechas y tensiones en las políticas públicas” publicado por Fund.ar aporta una lectura profunda sobre este escenario en base al análisis de los testimonios y voces de adolescentes que participaron en grupos focales en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), Resistencia y Mendoza.

Desde un enfoque cualitativo del tema y como primera observación, el estudio identifica que en la actualidad no existen datos centralizados que permitan poner en marcha un abordaje integral del problema, ya que generalmente la investigación sobre salud mental se ha centrado tradicionalmente en la población adulta, más que en otros grupos. “Los estudios epidemiológicos recientes con adolescentes incluyen la Encuesta Mundial de Salud Escolar (OMS, 2018) y la Encuesta Nacional sobre Consumos y Prácticas de Cuidado (OAD e INDEC, 2023), aunque esta última se enfoca en el consumo de sustancias y considera solo a mayores de 16 años”, señala el informe. La falta de datos epidemiológicos actualizados, información y clasificación detallada de la inversión en salud mental, y la falta de apertura de información de calidad en distintas provincias, limitan la planificación de políticas basadas en evidencia.

Fernando Zingman, médico especialista en pediatría y adolescencia, e investigador principal en Fundar sobre temáticas de salud, explica que el relevamiento surge como un “llamado a la acción” ante la urgencia por recabar información estadística para objetivar lo que los adolescentes necesitan y definir qué intervenciones y recursos se deben disponer: “hoy no tenemos datos. Un poco lo que vemos en nuestro estudio es que todo el mundo habla que no hay datos, que no se invierte en salud mental y menos en salud mental adolescente, que hay muchísimas jurisdicciones que ni siquiera tienen un psiquiatra infanto-juvenil, que la distribución de los centros de salud es inequitativa, y entonces dijimos, bueno, tratemos de objetivar todo esto, de ponerlo en palabras, visualizarlo”.

Comprender lo que viven los adolescentes requiere de un ejercicio de acercamiento a su vida cotidiana, sus consumos, comportamientos, pensamientos, percepciones y formas de vincularse con sus pares. Según las declaraciones de los jóvenes que participaron del estudio, los problemas de salud mental más frecuentes en su grupo de edad son la depresión, la ansiedad y los trastornos del comportamiento. En menor proporción, algunos mencionaron su preocupación por el uso problemático de alcohol y el consumo excesivo de redes sociales, así como reportaron dificultades en el sueño y sentimientos de soledad.

El investigador destaca entre los factores sociales y culturales que atraviesan en la actualidad la soledad como un hecho entre adolescentes, por más que están hiperconectados: “ La pandemia nos puso en evidencia la importancia del contacto interpersonal directo. En el proceso de conformación de la persona en la adolescencia, la interrelación entre pares es fundamental y es constitutiva de la construcción de identidad y de ser quien uno es en la sociedad. Y esta interrelación personal está siendo muy atravesada”. Justamente por eso se entiende que muchas dificultades se profundizaron con el aislamiento prolongado, en medio de la pandemia de covid, que redujo la socialización en un momento clave del desarrollo cognitivo y social, lo que pudo haber generado secuelas duraderas.

En muchos casos, los adolescentes no encuentran espacios donde verbalizar su malestar de manera segura, escenario que agrava los síntomas y retroalimenta un circuito de frustración, medicalización y expulsión. Al respecto en los grupos focales los protagonistas del estudio señalan el rol inadecuado del mundo adulto, las vacilaciones en el cuidado, y la subvaloración de sus necesidades en salud mental, por las que terminan buscando apoyo emocional en sus amistades: “los y las adolescentes se mueven en el espacio que el mundo adulto les asigna. Entonces el prejuicio y el estigma, si la adolescencia es vulnerable, si la adolescencia es peligrosa, si son así o son asá, son definiciones del mundo adulto que también los adolescentes toman y entienden que tienen que jugar esos roles”. En este sentido Zingman remarca la escucha activa como principal mecanismo de contención en los diferentes ámbitos, pero sobre todo en los hogares y dispositivos comunitarios: “por ejemplo, hay una situación de acoso, de bullying en la escuela. Entonces los chicos te dicen ‘vienen, nos dan un taller, nos dicen, chicos, no se peleen y se van’. Y resulta insuficiente”, explica el especialista.

Frente a la subvaloración de sus necesidades lo que se observa es que con frecuencia las y los adolescentes se autoidentifican con etiquetas psicopatológicas para definir sus malestares emocionales que encuentran disponible en el ámbito familiar, las instituciones educativas y sobre todo las plataformas y redes sociales.  “La popularización de los diagnósticos moldea los modos en los que las personas reinterpretan sus vivencias, emociones y comportamientos, y llegan a identificarse con aquellas etiquetas aunque previamente no hubieran percibido sus síntomas de esa manera”, advierte el estudio. Para muchos jóvenes entonces el acceso a información no verificada y la normalización del uso de términos diagnósticos es la puerta a una sobreinterpretación de sus vivencias y la patologización de experiencias esperables. El resultado es doblemente peligroso: por un lado, se invisibilizan cuadros severos; y por otro, se construyen narrativas que patologizan o estigmatizan formas de expresión propias del momento adolescente.

Paradójicamente, mientras el país cuenta con un marco normativo robusto basado en derechos, conformado por la Ley Nacional de Salud Mental 26.657 y la Ley de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes 26.061, la implementación concreta de esas leyes aplicada a los adolescentes continúa siendo fragmentaria, desigual y, en muchos casos, regresiva. Aunque la 26.657 establece el principio de desmanicomialización, promueve abordajes interdisciplinarios y pone el eje en la atención comunitaria, la realidad en muchas provincias muestra una resistencia: la internación como principal respuesta, la medicalización como recurso inmediato y la ausencia de redes articuladas que sostengan el acompañamiento fuera del sistema hospitalario. Y si bien el art. 32 establece que el Estado nacional debe destinar como mínimo el 10% de los recursos que invierte en salud a salud mental, en 2023 sólo 4,1% del gasto en salud fue para la salud mental y lo que llegó para adolescentes fue apenas el 0,4%.

La falta de inversión y la desigual distribución territorial de recursos, como consecuencia de la alta centralización de los servicios, obstaculizan la adecuación de los dispositivos de atención primaria y perpetúan inequidades. Según el documento si bien gran parte de los centros de atención primaria cuenta con al menos un profesional en salud mental, su disponibilidad es insuficiente para atender la demanda, especialmente en áreas rurales o periurbanas, donde las opciones son muy limitadas. A las barreras geográficas se suman problemáticas como la falta de movilidad, los costos de transporte y las barreras culturales que terminan imposibilitando el acceso y la continuidad de los cuidados; y barreras administrativas, como los días y horarios de atención que dificulta el acceso a los adolescentes en edad escolar.

La ley de salud mental incluye la palabra adolescente una sola vez, referida a la ley de protección. Pero no hay específicamente un desarrollo normativo que dé lugar a los y las adolescentes en salud mental. Ahí hay una falla del sistema. Además los dispositivos no están adaptados a nivel local, ni en los centros de salud, para atenderlos. Los horarios no están adaptados. Si los chicos tienen que estar en la escuela y los consultorios atienden a esa hora, sobre todo los públicos. Si están solamente en horarios que no pueden ir y también en las capitales de las provincias, hay un montón de adolescentes que no pueden llegar porque les queda lejos o porque no hay disponibilidad”, cuestiona el médico especialista en pediatría y adolescencia.

La insuficiencia de los dispositivos, que trastocan el modelo de abordaje integral comunitario promovido, se traduce en la falta de equipos estables, la sobrecarga del personal existente, y la dependencia de esfuerzos individuales en lugar de sistemas sólidos y sostenibles. Un ejemplo claro es la Red Federal de Sedronar que “presenta una tasa promedio de 1,65 establecimientos ambulatorios por cada 100.000 habitantes a nivel nacional; incluso en algunas jurisdicciones, la disponibilidad apenas alcanza los 0,66 establecimientos por cada 100.000 habitantes”. En este sentido se observa que la atención en situaciones de crisis y urgencias por motivos de salud mental de adolescentes, como autolesiones, intoxicaciones severas y crisis agudas, que suelen resolverse únicamente en la emergencia inmediata, enfrenta marcadas desigualdades territoriales.

Además, en las entrevistas aparece la escasez de psiquiatras, sobre todo infanto-juveniles, dedicados a la atención en el ámbito público. Según información del SISA (Sistemas de Información Sanitaria), “el promedio nacional de especialistas en psiquiatría y psiquiatría infanto-juvenil es de 0,24 por establecimiento, habiendo 16 provincias que presentan tasas inferiores al 0,1 de especialistas por dispositivo. Por otro lado, se evidenciaron marcadas desigualdades de su distribución entre las jurisdicciones y una gran carencia en regiones alejadas de los centros urbanos”.

Paralelamente a las limitaciones del sistema de salud mental argentino, se produce una falta de acompañamiento a niveles más territoriales de problemáticas que, sin ser una patología, contribuyen al malestar adolescente emocional y deben ser igualmente atendidas. “Esto es en las escuelas, en la comunidad, tiene que haber adultos disponibles cercanos o dispositivos para poder resolver problemas cotidianos y que no se agraven - expone Zingman - el abordaje de la salud mental tiene que ser de una forma ecológica, a varios niveles al mismo tiempo. Primero los chicos y chicas necesitan lugares de participación cotidiana, es que su voz sea escuchada y reconocida. Eso requiere que el mundo adulto les dé el espacio donde están, en escuelas, en clubes, en la comunidad, donde interactúen y participen con otros adolescentes. Es fundamental para la constitución de su identidad y de su salud mental. Pero también hay que trabajar a nivel de cuidadores, formales y no formales. Los formales, sobre todo docentes, pero también trabajadores sociales, gente del equipo de salud, actores comunitarios, clubes de barrio que puedan generar espacios de contención y de escucha. Y obviamente algunas campañas como de educación social para brindarle herramientas a padres y madres que, por lo que escuchamos, están bastante perdidos”.

La otra cara del ajuste

Las medidas de ajuste y desmantelamiento en el área del Gobierno Nacional se producen, paradójicamente, al tiempo que los profesionales advierten con preocupación un crecimiento significativo de la demanda de servicios. De hecho el informe sostiene que la existencia de barreras económicas complica el acceso a la atención: “en la Argentina, el 55,32% de quienes no están en tratamiento psicológico, y lo consideran necesario, no pueden hacerlo dadas las limitaciones económicas”.

La crisis de salud mental en adolescentes no es un fenómeno nuevo, pero en el contexto actual adquiere una densidad política particular. El correlato entre el empeoramiento de la calidad de vida, agravada por la crisis económica, la violencia social y el desfinanciamiento explícito de las instituciones públicas, no es casualidad:Todos los problemas de salud mental se agravan con las crisis socioeconómicas. Uno por la imposibilidad de acceder a servicios en los casos que se necesiten, y después porque todo el mundo está atravesado por tensiones fuera de su control y situaciones de vulnerabilidad que están agravadas. Definitivamente la situación socioeconómica influye”, destaca el miembro de Fundar.

“La salud mental adolescente representa hoy un área crítica no solo por su impacto inmediato, sino por las consecuencias a largo plazo en la vida personal, educativa y laboral de quienes la padecen. En un país con una población envejecida y alta dependencia demográfica, invertir en salud mental juvenil es una necesidad estratégica, no solo sanitaria, sino social. Como se observa en el documento de Fundar “la urgencia de invertir en la salud mental adolescente radica en su impacto como principal causa de pérdida de años de vida saludable por discapacidad y como factor significativo en la mortalidad juvenil a través de autolesiones.”

El desafío, por tanto, no es meramente técnico sino político. Implica reconocer el sufrimiento adolescente como síntoma de un entramado social que necesita transformarse y asumir que las respuestas no pueden seguir siendo individuales, farmacológicas o tardías. El Estado tiene la obligación de garantizar condiciones de posibilidad para una vida digna. La salud mental, y especialmente la de los más jóvenes, no puede seguir siendo el eslabón más débil del sistema.