No hace mucho, Antonio Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, afirmó que (al no controlar las emisiones de gases de invernadero) estamos jugando a la ruleta rusa con el planeta. Pero en lo que concierne al cambio climático, en lugar de hacer girar el tambor de un revólver con una sola bala fatal (que, con suerte, tal vez no se dispara), les estamos gatillando a nuestros recursos naturales en continuado… aunque no queramos o podamos darnos cuenta.
Los impactos se ven por todos lados. Uno de los que preocupa sobremanera es el que están soportando los bosques, vitales para la preservación de la biodiversidad y para retirar dióxido de carbono de la atmósfera. En la Argentina ya se documentaron episodios de mortandad masiva de árboles por sequías extremas en nuestros bosques naturales. Para estudiar el fenómeno, más de un centenar de científicos y voluntarios crearon una red federal que monitorea mediante sensores su crecimiento… ¡cada 15 minutos!
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Sobre esto disertó hace pocos días en un “Encuentro con la Academia”, organizado por la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (Ancefn) y emitido por streaming a través del canal de YouTube de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), Ricardo Villalba, ingeniero Forestal de la Universidad Nacional de La Plata, doctorado en Geografía en la Universidad de Colorado, Estados Unidos, e Investigador Superior ad honorem del Conicet en el Instituto Argentino de Nivología, Glaciología y Ciencias Ambientales (Ianigla), que les viene tomando el pulso desde hace décadas. En el mismo encuentro Pierre Pitte, doctor en Ciencias Geológicas de la Universidad Nacional de Córdoba describió un proceso igualmente preocupante que está causando la retracción de los miles de glaciares que hay en nuestro territorio.
Según explicó Villalba, hay que retroceder cuatro millones de años en la historia planetaria para alcanzar niveles de dióxido de carbono en la atmósfera similares a los actuales. “Toda nuestra evolución como seres humanos y la de las demás especies en el último millón de años se dio con concentraciones de dióxido de carbono que no superaban las 280 partes por millón; hoy hay 425,51 partes por millón –subrayó–. La comunidad científica está de acuerdo en que tendríamos que volver a 350 partes por millón si queremos que los efectos desfavorables que estamos viendo (inundaciones, sequías, eventos climáticos extremos) no sigan afectando [negativamente] nuestra vida y la de los ecosistemas”.
Ya no hay duda de que la atmósfera, el océano y la tierra se están calentando, y que eso está generando efectos sin precedente. El cambio climático está en relación directa con la concentración de gases de invernadero y a medida que aumenten, las consecuencias van a ser cada vez más desfavorables. En este contexto, los bosques, que podrían ser aliados de primer orden en nuestros esfuerzos para controlarlo, están mostrando graves deterioros.
“América del Sur no está ausente del proceso que se está dando en escala global –explicó Villalba–. La Cordillera, en particular, donde tenemos recursos emblemáticos claves, como los bosques y los glaciares, está sufriendo un calentamiento bien marcado”.
A los glaciares alguna vez se los llamó “la voz del cambio climático”, porque su retracción es una evidencia ostensible de las modificaciones que imprime en el ambiente. Y lo que se advierte allí donde conviven con los bosques es que el aumento de las temperaturas es mayor en verano que en invierno, y a un ritmo más acelerado en las máximas que en las mínimas.
“A mediados de la década del 70 hubo un salto muy importante en las temperaturas que se asocia con un marcado cambio en las precipitaciones; es decir, no solo aumentó la temperatura, sino que se redujeron las precipitaciones –destacó Villalba–. Entre 1950 y 1980, sólo tuvimos dos años con lluvias de verano menores a los 100 milímetros; desde entonces, esa circunstancia se repite cada vez más”.
Todo esto tiene consecuencias sobre la vegetación, ya que aumenta el estrés hídrico, y la mortalidad y el decaimiento de los bosques. Villalba utiliza la “dendrocronología”, la disciplina que reconstruye el clima del pasado a partir del análisis de los anillos de los árboles. A través de estos estudios se ve claramente que en los últimos 40 o 50 años en la Patagonia las temperaturas son más altas que en los últimos dos siglos y con valores de precipitaciones casi sin precedente en 400 años.
Villalba y colegas empezaron a trabajar en la zona en la década del 80 y enseguida notaron una llamativa mortalidad de cipreses, una especie muy característica de Bariloche. “Todo aquel que haya visitado la zona los ve cuando pasa por el Valle Encantado –comentó–. Esos bosques fantásticos están compuestos de cipreses que comenzaron a morir. No por ningún evento particular, como podría ser un incendio, sino como consecuencia del aumento de temperaturas y el descenso de precipitaciones. Este proceso nos llamó la atención, lo estudiamos y pudimos encontrar tres eventos en el Siglo XX que ocurrieron en 1913-14, en 1943-44 y en 1956-57 que fueron los más secos que se habían vivido en el norte de la Patagonia. Era entendible que en el límite entre el bosque y la estepa, en un ambiente relativamente árido, la vegetación fuera impactada por estos eventos de sequía extraordinaria. Pero la sorpresa fue que también ocurría en otras zonas mucho más húmedas, y asociados con otro proceso que comenzó a observarse en los bosques, que se conoce como ‘decaimiento’, que en el caso de la lenga, otro de los componentes de los bosques emblemáticos de la región patagónica, se caracteriza por la mortalidad de las copas. Los paisanos lo llaman ‘palo blanco’. Un bosque de lenga con palo blanco significa justamente que creció en épocas de condiciones más favorables y que las situaciones actuales le provocan la mortalidad de la parte superior”.
En imágenes aéreas y satelitales, los investigadores vieron que el estado sanitario de los bosques en 1934 era mucho mejor que el actual. “En 1998-99 ocurrió una sequía muy, muy marcada, que causó mortalidad de árboles en áreas más interiores de la cordillera, como el Lago Mascardi, donde la precipitación es superior a los 1200-1300 milímetros anuales –subrayó Villalba–. Allí se ven manchas grises en los coihues, otro de los árboles característicos de la región. Esos árboles que están en nuestros parques nacionales, fantásticos, que pueden llegar a los 30 o 35 metros de altura y un metro, o un metro y medio de diámetro, tenían 400 años de edad o más; es decir, habían sobrevivido situaciones adversas durante cuatro siglos y una sequía extraordinaria [los liquidó]”.
También en el bosque de la Isla Victoria, después de la sequía de 2000 se advierte que más del 75% de los árboles murieron. “Esto comenzó a hacerse extensivo a toda la Patagonia y en 2011-2012, cerca de los glaciares Perito Moreno y Viedma también aparecieron estos parches enormes de mortalidad –agregó Villalba–. Árboles de lenga, otra especie de la región que vive más de 200 o 300 años, murieron en parches extensivos como consecuencia de una sequía que ocurrió allí 10 años después de la que habíamos visto. Esto marca claramente que este efecto del cambio climático sobre los bosques no está limitado justamente al sector norte de la Patagonia”.
La explicación que ofrecen los científicos para la disminución de precipitaciones es que los trópicos se están expandiendo y empujan a otros sistemas, como los vientos del oeste que traen humedad a la zona patagónica, hacia más altas latitudes. Es decir, que las lluvias se desplazaron más hacia el Sur, hacia el sector antártico.
“Estamos midiendo el crecimiento de los árboles año por año, tratando de compilar cronologías que vayan hacia el pasado –explicó Villalba– y hemos podido alcanzar los 1500 años. Entonces, uno puede ver cómo fue variando el crecimiento a lo largo de todo ese tiempo, y la sorpresa es lo que está ocurriendo desde el 2000. Si miramos en el río Cuyín Manzano, o en el valle del río Limay, o si vamos más hacia el Sur, a la zona de Nahuel Pan, muy cercana a Esquel, el crecimiento de los árboles ha disminuido notablemente. No hay en el pasado eventos equivalentes a los actuales. Lo que ha ocurrido durante estos 1.500 años es que el crecimiento se mantuvo entre 0.8 y 1.2 en relación al valor promedio, pero ahora tenemos crecimientos de 0.4, menos de la mitad. Estamos empujando a los seres vivos que nos acompañan, a situaciones extremas que no se han vivido en el pasado”.
Y no solo eso: los escenarios climáticos futuros muestran que los mayores incrementos de temperatura van a ocurrir precisamente en la Cordillera, con lo que la disminución de las precipitaciones va a continuar y eso va a complicar aún más la situación de los bosques en la región.
Estos juegan un papel clave y fundamental: absorben el 45% de las emisiones de gases de efecto invernadero, por lo que es fundamental protegerlos. Por eso, investigadores de distintas instituciones del sistema científico (Conicet, INTA, universidades) crearon una red para el monitoreo de los bosques.
“En este momento estamos monitoreando cada 15 minutos su crecimiento en más de 30 estaciones distribuidas en el país para entender cuál es la relación entre el crecimiento de los árboles y analizar qué medidas serían las más correctas para implementar el manejo forestal y adaptación al cambio climático”, comentó. En esa red no solo participan grupos de todo el país, sino individuos preocupados por la salud de este tesoro natural”.
El tronco de un árbol es un sumidero de carbono que durante miles de años extrae dióxido de carbono de la atmósfera y los bosques, el refugio de la biodiversidad. “Tenemos que entender cuáles son los procesos que desatan los cambios. Los bosques son nuestros mejores compañeros”, concluyó Villalba.