En un reportaje reciente con Diego Genoud, el ex ministro de Economía Martín Guzmán hizo una afirmación que invita a la reflexión. Sostuvo que el modelo de Milei “va a durar mucho más de lo que muchos creen”. Si tal cosa es cierta, sería una pésima noticia para la porción de la clase política que considera que no hace falta revolucionar la propuesta de futuro que le ofrece a la sociedad, sino que alcanza con esperar el desgaste y caída del oficialismo.
Cualquier economista medianamente serio, con lo que se refiere a aquellos que arman su discurso desde los números y no desde el trabajo ideológico, advierte la insustentabilidad de base del actual esquema económico. Para decirlo de manera rápida, si se observa a cualquier agente económico --individuo, familia o empresa-- gastando por encima de lo que genera se sabe que ese consumo no es sostenible en el tiempo. A nivel país sucede lo mismo, la economía consume más dólares de los que genera, lo que significa que debe financiarse con deuda. Como dicen los ideólogos libertarios, “es conceptual”, el detalle es que los libertarios limitan la conceptualización al déficit interno y se hacen los zonzos con el externo. En paralelo, para engatusar a los legos con pseudo tecnicismos, presentan una ensalada que mezcla deuda en pesos con deuda en dólares y un batido entre la contabilidad del Tesoro y la del Banco Central. Quienes miran los números, en cambio, advierten la dependencia con el endeudamiento en divisas, que es a su vez el instrumento esencial para sostener el tipo de cambio y, en consecuencia, la desinflación.
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Luego están las turbulencias. Cuando el flujo de la oferta de dólares se frena temporalmente por distintas razones, sea porque se acaba la plata del blanqueo, del Fondo o la liquidación del campo, los pesos inseguros del devenir y del nivel de reservas internacionales buscan irse a dólares. Entonces el gobierno, que es ultrapragmático, hace lo que dijo que nunca haría, que es pagar cualquier incentivo de tasa que haga falta para que los pesos no se dolaricen. Sin embargo, antes o después, las supertasas deberán pagarse, lo que, como había dicho el mismo gobierno, significa emisión y déficit potencial. En resumen, las acciones en todos los frentes del caputismo económico son una fuga hacia adelante. A quienes hablan de insustentabilidad le sobran las razones, y eso que hasta aquí no se habló de la economía real, de los efectos del modelo sobre la producción y el empleo.
Todo lo dicho tiene directa relación con las singulares declaraciones del designado embajador estadounidense para asuntos de la corona en colonias, Peter Lamelas. Para los politizados las palabras de Lamelas trajeron el recuerdo del históricamente célebre Spruille Braden. Para los corazoncitos justicialistas, en tanto, fue inevitable sentir la ofensa soberanista, la prepotencia del imperio. Sin embargo, lo central de las declaraciones del inminente nuevo titular de La Embajada no estuvo en el contenido explícito, sino en el implícito. Lamelas dejó saber que el amor mileísta por Estados Unidos disfruta de la gracia de la correspondencia. Dicho de manera más coloquial, “el gran país del norte” no le soltará la mano al gobierno del Peluca. El panorama puede completarse con la lectura de la prensa internacional, que para los más entrenados sirve como gran predictor de los acontecimientos. Si se sigue, por ejemplo, el tratamiento de la figura de Milei en los medios europeos más tradicionales solo se encontrarán loas. Es más, se está a un tris de hablar de un presunto “milagro argentino”. Aunque el riesgo país indica que los mercados financieros globales no consumen de la que venden, existe un evidente deseo profundo de que el experimento ultra tenga éxito. El balance preliminar es que, si bien el modelo es insustentable en sus propios términos en tanto no genera recursos propios y depende de dólares del exterior, la voluntad de “la geopolítica” lo acompaña cerradamente, lo que en buen romance quiere decir que, por ahora y pase lo que pase, tiene garantizado un mínimo nivel de financiamiento, al menos el suficiente para sostenerse. Dicho en jerga militante, para los neoliberales del mundo, el derrumbe del modelo ultraliberal local sería un pésimo ejemplo, lo que, siempre por ahora, garantiza su sustentabilidad. Por supuesto, ello no es sinónimo de éxito, como lo ejemplifica la reciente experiencia macrista con la que el mileísmo comparte gestores, pero sí de durabilidad.
En cuanto a las relaciones de poder fronteras adentro, en el presente la mayor estabilidad de precios es el principal sustento de la popularidad oficial, algo que debió haber comprendido el gobierno 2019-23 si no hubiese estado inmerso en una confrontación fratricida, la inexcusable carga histórica de la que el cristinismo no podrá desembarazarse. Sobran los datos de consumo e ingresos que muestran que el ajuste cayó fuertemente sobre jubilados y sectores medios para abajo, pero al mismo tiempo, el dólar barato generó un “efecto riqueza” que benefició especialmente a quienes llegan con algún excedente a fin de mes, las clases medias para arriba. Ese excedente vale más en dólares, lo que explica los millones de connacionales viajando por el mundo e importando bienes de consumo durables. El resultado es que mientras unos conservan una esperanza que van perdiendo lentamente, otros están satisfechos con el modelo. Los primeros parecen ser más que los segundos, pero el saldo todavía puede ser positivo para el oficialismo en las elecciones intermedias. Vale recordar, aunque sea redundante, que el grueso de la población no analiza el largo plazo de la economía, sino que valora su realidad inmediata.
La verdadera incógnita sobre la sustentabilidad interna, aunque hoy parezca futuro remoto, es lo que sucederá en la segunda parte del gobierno, es decir en el ciclo que comenzará después de octubre. Para entonces, los efectos del tipo de cambio barato sobre el aparato productivo comenzarán a ser más evidentes. El sector servicios dejará de ser capaz de absorber la destrucción de empleo industrial. El desempleo aumentará retroalimentando las tendencias recesivas. La imposibilidad de recomponer ingresos y la continuidad de la eliminación de las funciones básicas del Estados, como salud, educación e infraestructura, se traducirán en un aumento del descontento social. La ausencia del esperado flujo de inversiones productivas, carísimas en dólares, completará la impredecibilidad del panorama.